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Columna
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Comer con la basura

Se ha desatado la guerra contra la comida rápida. Los gallegos somos muy aficionados al chuletón, al lacón con grelos y al buen cocido y costó lo suyo que nos acostumbráramos a la comida basura que impone la vida moderna. En el lado contrario, hasta nos costó asumir que genios de la cocina moderna, como Toñi Vicente o Marcelo, sean producto de la tierra y lleven el nombre de Galicia por las mejores guías gastronómicas del mundo. En el oficio de comer éramos muy tradicionales. Nos costó, pero, puestos a ejercer, acabamos inventando la pizza móvil y la tortilla de patatas exprés. Incluso el editor Olegario Sotelo Blanco lanzó la empanada gallega a domicilio en Barcelona. Sin embargo, aquellos que hoy pasamos del medio siglo seguimos mirando con recelo la prisa de la hamburguesa, la oferta de la pizza, el guiño del perrito caliente y la sabiduría del bocata plastificado.

Confieso que me gustaron las llamadas comidas rápidas hasta llegar al caos de las vacas locas y al nacimiento de las pizzas congeladas de Casa Tarradellas. Hubo ocasiones en las que sufrí mono de esos alimentos y sin ningún motivo aparente me encajé en un establecimiento del ramo y me zampé una de esas viandas sin el más mínimo apetito ni pudor, por puro vicio.

Nunca me había preguntado qué había detrás de estos productos, como nunca lo hago sobre el contenido de la Coca Cola o el modo de fabricación de un buen oporto, ni de la maduración de un exquisito rioja. Mejor no saber ni contabilizar, como suele hacer un sobrino mío, la cantidad de porquería que por centímetro cúbico ingerimos cada día. Ahora el Ministerio de Sanidad ha decidido velar por nosotros y ha declarado la guerra a la hamburguesa y a la comida rápida, por añadidura. Lo hace en aras de la salud, pero yo les aconsejaría que también lo hicieran pensando en el medio ambiente. En la generación de basura que ocasiona.

Como medio ambiente somos todos, le invito a usted a entrar en una hamburguesería con nombre americano y marca de cadena. A que pida una de esas big completas, que anuncian como la panacea alimenticia, unas patatas fritas, una cerveza y un café con leche, verá la media tonelada de desperdicios que produce. Menos la bandeja y lo ingerido, que son reutilizables, todo lo demás será desechable. El mantelillo impreso que colocan en la bandeja, las servilletas de papel, la lata de cerveza, el vaso de plástico, el cartucho de cartón de las patatas, el papel que envuelve la cajita de la hamburguesa, la propia caja de cartón blando, las bolsitas del tomate, de la mostaza y de la sal, el pequeño vaso del café, el ínfimo tetrabrik de la leche, la cucharilla de plástico y el tiket de pago. Todo un universo de basura que se podría haber ahorrado utilizando un plato de porcelana, un vaso de cristal, una taza y una cuchara recuperables.

Y luego protestamos por la desaparición de nuestros bosques. El pecado de la comida rápida no es la comida, es la basura que producimos, la gran pesadilla de las ciudades modernas. De la vida rápida.

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