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¿Cómo fortalecer el Pacto por las Libertades?

El 1 de octubre de 1998, el entonces secretario general del PSOE, Joaquín Almunia, y José María Aznar, se reunieron por segunda vez tras la declaración de tregua de ETA. Ese día, Almunia advirtió de que los socialistas "no van a tener una actitud seguidista haga lo que haga el Gobierno", añadiendo: "Nuestro deseo es coincidir, pero la coincidencia debe basarse en posiciones asumibles por todos, no en planteamientos hechos por unos y seguidos por otros. Ésa no sería forma de llegar a un auténtico consenso". Como esta declaración muestra, el comportamiento del partido que hoy dirige Rajoy coincide con el que Almunia exigió entonces desde la oposición, exponiendo cuán injustas son muchas de las críticas hacia el Partido Popular por su rechazo al fracasado proceso de diálogo con ETA. Si las palabras de Almunia en 1998 eran razonables, también lo es la reluctancia del actual líder de la oposición a apoyar una política antiterrorista carente de un "auténtico consenso" sin "posiciones asumibles por todos". Así ocurre al haber arrinconado el presidente un Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo cuyo punto primero señala: "Al Gobierno de España corresponde dirigir la lucha antiterrorista, pero combatir el terrorismo es una tarea que corresponde a todos los partidos políticos democráticos, estén en el Gobierno o en la oposición". Es evidente que la resolución del Congreso de 2005 fue propuesta por Zapatero sin buscar esa "colaboración permanente" con el PP, basada en "el intercambio de información" y "la actuación concertada" que exigía el Pacto. De ahí que la oposición interpretara que la autorización del diálogo con ETA, que no había demostrado su voluntad inequívoca de poner fin a la violencia, tal y como reclamaba la citada resolución, no era compatible con esa obligación de "combatir el terrorismo" que corresponde a "todos los partidos políticos democráticos". Quienes acusan a la oposición y a muchos ciudadanos de haber bloqueado la paz al dificultar la negociación del Ejecutivo con hipotéticos "moderados" de ETA, ignoran la necesidad de ejercer una contención ante un Gobierno que ha incumplido su mandato parlamentario de dialogar en condiciones que no se daban, vulnerando otro acuerdo del referido Pacto.

Estos antecedentes convierten la reactivación del Pacto por las Libertades en un elemento decisivo de la política antiterrorista, pues de lo contrario se brindaría a la banda un valioso rédito político. El Pacto sirvió de marco para articular la más efectiva política antiterrorista contra ETA, al sustentarse en un importante consenso entre los principales partidos democráticos, negando la esperanza de cambios en la política antiterrorista con indiferencia del Ejecutivo que gobernara. La propia banda ha reconocido cómo esta iniciativa logró propagar "el fantasma de la destrucción de la izquierda abertzale". De ahí que abandonar el Pacto constituya un altísimo precio político al presentar la estrategia terrorista como eficaz, aportando un poderoso argumento de propaganda y motivación a ETA. El cambio de circunstancias con el que se justifica su marginación no representa una sólida explicación habida cuenta del contraproducente mensaje que transmite. Son justamente las circunstancias descritas las que obligan a su férrea aplicación. Precisamente por ello la ampliación del Pacto propuesta por Zapatero exige criterios claros que eviten una desnaturalización del mismo que equivaldría a su abandono de facto y al incumplimiento del programa electoral socialista.

La adhesión de quienes deseen respetar los principios en los que descansa el Pacto precisa una voluntad de sumarse a unas máximas ya planteadas que no deben ser modificadas, sino reforzadas, tras el fracaso del diálogo con ETA. A pesar de las positivas valoraciones sobre Imaz, presidente del PNV, queda por demostrar si esta formación comparte los mecanismos administrativos y judiciales que han impedido en el pasado la presencia de Batasuna en la vida política como si fuera una formación legal. La reactivación de esas iniciativas, que deben aplicarse a partidos sustitutivos vinculados a ETA y a Batasuna, es crucial en una sociedad como la vasca en la que el terror y la intimidación impiden que ciudadanos no nacionalistas ejerzan libremente sus derechos. Si el nacionalismo comparte estos principios, no sería difícil su incorporación al Pacto. Si no los compartiese, quedaría expuesta la inutilidad de romper el Pacto por un nacionalismo que rechazaría fundamentales instrumentos contra ETA, pero con el que se podría colaborar desde otro ámbito. Respetando estas premisas, la ruptura formal con Lizarra que se demandaba del nacionalismo en 2000 podría no aplicarse o ser sustituida por el requerimiento de un firme compromiso con elementos clave derivados del Pacto. La profundización en el antagonismo entre Gobierno y oposición que provocaría la desnaturalización del Pacto beneficiaría a esos sectores nacionalistas que defienden como inevitable el diálogo con ETA, a pesar incluso del último y negativo ensayo, y que todavía entienden la paz como la satisfacción de aspiraciones nacionalistas que apacigüen a la banda.

Para ser útil la ampliación del consenso antiterrorista debe sustentarse en la reactivación del Pacto evitando una rebaja del mismo que podría atraer a otras formaciones, si bien a cambio de un coste político como el que ETA rentabilizaría al conseguir debilitar la filosofía inicial del Acuerdo. La hasta ahora eficaz estrategia de división propugnada por ETA podría contrarrestarse supeditando la ampliación del consenso a la aceptación de determinadas adendas que fortalecerían el Pacto y la credibilidad de la respuesta estatal. Explicitándose en el Pacto que mientras ETA exista jamás se abordará la reforma del Estatuto vasco se oficializaría la premisa de "primero la paz y después la política" como criterio para aceptar incorporaciones de quienes asumieran un principio tan reivindicado como incumplido durante los últimos meses. La presencia de ETA, incluso en situación de "alto el fuego", es un factor de coacción enorme que jamás deben aceptar ciudadanos privados de libertad, siendo preciso por ello descartar categóricamente negociaciones con la banda incluso bajo promesa de desaparición, máxima que podría recoger un Pacto reforzado. Esta contundencia impediría que cualquier Gobierno cayera en las trampas que ETA tiende en momentos de debilidad al emitir señales equívocas sobre sus intenciones de concluir con el terrorismo. Evitaría además que la ansiedad colectiva por el final del terrorismo fuera manipulada mediante un lenguaje que puede mentir al enfatizar la incompatibilidad del diálogo con la violencia a pesar de la permanencia de ambos en condiciones inadmisibles, como las que se desprenden de la mera existencia de una organización terrorista. Nuestro sistema democrático permite ya la salida del terrorismo sin contraproducentes diálogos con ETA como los que vienen proponiéndose.

Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política de la Universidad Rey Juan Carlos.

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