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El conflicto de Irak
Columna
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Una paz provisional

El conflicto de Oriente Próximo ha sentido con alguna frecuencia la tentación de alternar sístole con diástole a la hora de negociar la paz. La sístole fue el método de Henry Kissinger en los años setenta, del paso a paso, o tratar cada etapa como si fuera única y última, sin pasado, ni futuro; y la diástole, el vamos-a-por-todas de una solución global, como quiso imponer el primer ministro israelí, Ehud Barak, en Camp David, en julio de 2000.

La secretaria de Estado estadounidense Condoleezza Rice, de gira por la zona, maneja hoy una idea más que un plan, que se adscribe a esta segunda escuela de pensamiento, pero con una nota al pie: la de que no se consideraría lo acordado como solución definitiva, sino un abreboca que, de un lado, estabilizaría la situación dándole a los palestinos una paga y señal de su Estado independiente, y, de otro, aprovecharía ese moméntum para negociar un ajuste territorial definitivo a medio o largo plazo.

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La base en la que se sustenta esta teoría es la de que, según las encuestas, tres cuartas partes de israelíes y palestinos apoyan la idea de la cohabitación de los dos Estados, israelí y palestino, en el antiguo Mandato británico. Pero, la provisionalidad repentina presenta graves inconvenientes. Primero, que el hecho de que la opinión diga que acepta los dos Estados no significa nada, si no se precisa cuánto territorio reclama cada una; y segundo, que teniendo Israel la sartén militar por el mango, lo provisional mostraría gran vocación de convertirse en permanente.

Las últimas encuestas refuerzan aún más este temor, puesto que Kadima, el partido del jefe de Gobierno, caería hoy de 29 escaños a 12, a la inversa de lo que haría la oposición -aún más nacionalista- del Likud, que asciende a esos 29. Y cabe recordar que Ehud Olmert ha dicho, incluso en sus días de mayor desprendimiento, que sólo pensaba en una retirada de alrededor de la mitad de Cisjordania y nada de la Jerusalén árabe, números con los que no hay palestino que ose firmar nada.

La idea de negociar todo lo que se tercie del Génesis para acá contradice, además, la naturaleza del problema, puesto que se quiere solucionar globalmente lo que no se quiere contemplar globalmente; se mira sólo a Palestina, sin tener en cuenta Irak, Irán y Siria. Y sobre ello, la posición de Jerusalén y de los neo-cons, tan acuciosos consejeros del presidente Bush, es especialmente conspicua. Ambos defienden la vinculación del conflicto de Palestina con la guerra iraquí, en la medida en que sostienen que los respectivos terrorismos son el mismo terrorismo, para asimilar, así, la acción militar israelí en Palestina a la de Washington en Irak, pero rechazan cualquier conexión de fondo entre los dos problemas; es decir, que la expulsión de los palestinos de su tierra no influye para nada en la contienda iraquí, lo que desmienten declaraciones, documentos y terror. Paralelamente, lo cotidiano también trabaja en contra de soluciones provisionales, como ocurre con la reciente convocatoria sacada a concurso de 1.000 viviendas en H'omat Shmoël, cerca de Belén, contraviniendo las promesas israelíes a Washington de que no se ampliarían las colonias en los territorios ocupados.

Una u otra escuela de pensamiento no vale más que la voluntad de negociar que entrañe. Una declaración israelí de que el objetivo negociador fuera el cumplimiento de la resolución 242, que exige la retirada completa, y otra, palestina, de que el mundo árabe en pleno reconocería a Israel, valdría tanto para el paso a paso como para el sopetón. Pero todo eso estaría bien si Condoleezza Rice quisiera poner en marcha de verdad el proceso de paz, porque no es ocioso observar que, mientras se caldea el ambiente en Washington y Jerusalén sobre la manera de impedir que Irán se nuclearice, estas propuestas podrían ser únicamente una manera de entretener al personal.

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