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La ofensiva terrorista
Columna
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Proceso, ¿qué proceso?

Es posible que hubiera un momento en el que el diagnóstico de ETA y del Gobierno sobre la finalidad de la vía de diálogo que iban a explorar meses después fuese bastante coincidente. Hoy sería difícil afirmarlo. Los más de nueve meses transcurridos desde la declaración de alto el fuego permanente han evidenciado un distanciamiento creciente en la caracterización que del proceso hacían ambos protagonistas.

El punto de máxima tensión al que asistimos se asemeja peligrosamente al desencuentro que dio al traste en 1999 con el experimento nacionalista de Lizarra. Lo que el Gobierno y el resto de las fuerzas políticas (excepto el PP) concebían como un intento plausible de dar una salida ordenada a la violencia, la organización terrorista y el movimiento que la circunda lo había ido convirtiendo en la aspiración de alcanzar, con la amenaza de una vuelta a la luchar armada, los objetivos políticos que no han logrado con su práctica desde la Transición.

Sólo quien equipare la legitimidad democrática de ETA con la del Gobierno endosaría a éste la responsabilidad de un eventual fracaso del proceso
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Sin embargo, existen indicios fiables de que los orígenes de este proceso los alimentó la propia percepción de ETA de que el ciclo de la violencia había llegado a su término, aunque no fue una conclusión nacida de su reflexión, sino forzada por las circunstancias: las derivadas de la respuesta global del Estado a su última ofensiva criminal y las que impone el contexto internacional, escasamente comprensivo desde el 11-S con las causas que se expresan mediante el terror. En cualquier caso, cabe deducir que en los contactos preparatorios el diseño del proceso se parecía más al presentado por el Gobierno que al pretendido por ETA y su mundo. Repugna a la lógica imaginar que a finales de 2005, con una banda situada en los parámetros de debilidad operativa y estratégica que definieron en su carta Pakito y otros dirigentes, y con sus organizaciones satélites ilegalizadas, el Gobierno se aviniera a una solución consistente en aceptar el programa máximo de sus interlocutores. Es decir, el reconocimiento previo de la existencia de una entidad política llamada Euskal Herria, integrada por Euskadi, Navarro y el País Vasco francés lo quieran o no sus ciudadanos, y que puede desgajarse cuando lo desee de España y Francia.

Por el contrario, cabe pensar que la posterior deriva de la posición de ETA ha sido consecuencia de su inercia militarista, nunca revisada, y de un mecanismo de realimentación ideológica que ya operó de forma perversa en Lizarra. La inactividad de las pistolas y la concesión de perchas de las que el movimiento abertzale pueda colgar su reconversión democrática (la mesa de partidos) ha traído consigo en ambas treguas un recrecimiento en sus demandas finalistas. Era de ingenuos esperar que ETA y su mundo fuesen a iniciar el proceso con un reconocimiento de los errores y horrores cometidos. Como ha escrito Matías Múgica, el objetivo práctico de aquel no consiste en que ETA se caiga del caballo deslumbrada por la luz de la democracia, sino que se baje del burro de la violencia. Por ello, era también esperable que trataran de vender a sus fieles la jubilación de las pistolas como la consecuencia de la aceptación de sus tesis políticas por sus adversarios y no como el reconocimiento de su derrota.

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Desde esta perspectiva, resulta más preocupante el hecho de que este discurso autocomplaciente de la izquierda abertzale no haya ido acompañado de una adaptación realista de sus aspiraciones a la nueva etapa pos-ETA. Los guiños sobrevalorados de Otegi en la Declaración de Anoeta de noviembre de 2004 no han tenido continuidad hacia fuera y, lo que es peor, tampoco se han visto reflejados en la reflexión interna de Batasuna, cuyos documentos en nada denotan que esté preparando a su gente para hacer política con la exclusiva fuerza de las ideas y los votos.

Es cierto que, desde su perspectiva, el proceso estaba siendo poco gratificante para ETA y la izquierda abertzale en general. En el mejor de los casos, se imaginaron seguramente que el gesto de dejar de cometer atentados -la penúltima gran renuncia, desde la perspectiva de una organización terrorista- iba a suponer por parte del Estado la desactivación absoluta de las causas e instrumentos legales desplegados en su contra. Pero el cese temporal de la violencia y la perspectiva de su final definitivo no hacen desaparecer los crímenes cometidos, ni borran a las víctimas ni, mucho menos, permiten alcanzar graciosamente las aspiraciones políticas por las que se mató hasta ayer.

Si hubo equívocos y sobreentendidos en las conversaciones preparatorias, el desarrollo de los acontecimientos a partir del 22 de marzo ha puesto de manifiesto los límites últimos que un Gobierno democrático no puede rebasar. Puede discutirse si el Ejecutivo socialista debió o no hacer algún movimiento en el frente penitenciario y si fue o no contraproducente alguna actuación judicial contra Batasuna, pero sólo quien equipare la legitimidad democrática de ETA con la del Gobierno endosaría a éste la responsabilidad de un eventual fracaso del proceso.

La situación a la que se ha llegado ofrece la oportunidad de volver a la casilla de partida y clarificar los "objetivos" del proceso, como demandaba Arnaldo Otegi el pasado 27 de noviembre. Se trata, en definitiva, de dilucidar si ETA y su mundo desiste de su pretensión de actuar, contra toda evidencia democrática, como auténtico representante y valedor del pueblo vasco. Si pretenden acentuar la presión al Gobierno para obtener las máximas concesiones políticas antes de dar pasos más cruciales que el alto el fuego, lo sabremos en no mucho tiempo. Y tampoco se tardará demasiado en comprobar si el motivo del parón es que ETA se adentró en el proceso para ganar tiempo y evitar adoptar la decisión que no quiso tomar hace un cuarto de siglo.

El tiempo no corre en balde, y la pura voluntad no es suficiente para anular las circunstancias de cada momento. ETA tardó más de 20 años en plantear una tregua para sentarse en Argel con el Gobierno en 1989. El lapso para la tregua de Lizarra se redujo a una década, y este último alto el fuego llegó apenas seis años después de la ruptura de aquélla. Nada indica que las causas que forzaron a ETA a hacer el anuncio del 22 de marzo pasado se hayan modificado, ni hay perspectivas de que las circunstancias vayan a evolucionar, en Europa y en el resto del mundo, a favor de sus intereses. Por eso, la pretensión de ETA de remover el proceso con el estruendo y la destrucción de un coche bomba puede valer para aliviar tensiones internas, pero su estallido no resuelve la encrucijada en que se encuentra la organización. Por el contrario, con el atentado de Barajas solamente habría conseguido volar el puente que pretendía cruzar y que el Estado eleve su nivel de exigencia la próxima vez que ETA llame a su puerta.

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