Hallado un nuevo tesoro de Némirovsky
Cada país explica su pasado en función de lo que hoy pretende ser. Hay países que se manejan bien con su pasado, otros que lo dan por cerrado e inmodificable. El peso del pasado no es el mismo para todos ni en todas las épocas. La Francia actual arrastra su pasado como un grillete. O mejor, es un minúsculo atlante a punto de sucumbir bajo el peso glorioso de su historia.
El maravilloso, dramático y azaroso rescate de obras de Irène Némirovsky o el Goncourt 2006 para Jonathan Littell tienen que ver con ese país que no logra proyectarse en el futuro. El éxito de Les bienveillantes, la novela de Littell, un autor debutante, es significativo. Los franceses se interesaron primero por su actuación durante la II Guerra Mundial viéndose como resistentes: es el período De Gaulle; luego se aceptaron como meros espectadores de un combate en el que les representaban unos escasos héroes o unos también escasos traidores colaboracionistas: son los años que van de Pompidou a Mitterrand. Por fin leen la catástrofe bélica desde la fascinación por el mal: el héroe de Littell es un SS franco-alemán, un asesino que, en cada página, interroga al lector sobre cómo es posible tanta crueldad, estupidez y horror entre gente inteligente y culta.
Con Némirovsky, los franceses quedan invitados a seguir intentando reconocerse en los añicos del espejo
Pero una lectura del pasado puede coexistir con otra. Irène Némirovsky, con su estupenda Suite française, escribió un mosaico completo de los primeros momentos de la ocupación alemana. Asesinada la autora en Auschwitz en 1942, la novela de Némirovsky permaneció olvidada en una maleta hasta el año 2004, cuando se convirtió en un gran éxito de ventas y fue premiada. En su texto están todas las facetas del país. Ahora parece que los biógrafos de la escritora, Patrick Lienhardt y Olivier Philipponat, han encontrado otra novela perdida, Chaleur du sang (Calor de sangre), de la que Dénise Némirovsky, la hija, sólo conservaba los primeros capítulos. El resto ha sido localizado en casa de un particular. El libro narra la historia de un secreto, de un hombre que oculta precisamente parte de su pasado y la acción transcurre en el pueblo real en el que se refugió la narradora antes de ser capturada por los nazis. Los franceses quedan invitados a seguir intentando reconocerse en los añicos del espejo.
Pascal Bruckner lleva tiempo interrogándose sobre la peculiar relación francesa -y occidental- respecto al pasado. Si en La tentation de l'innocence hablaba del infantilismo y el victimismo como enfermedades del hombre moderno, en su texto más reciente -La tyrannie de la pénitence: essai sur le masochisme en Occident- se extiende sobre esa oleada de culpabilización que recorre nuestro mundo y que nos hace responsables, décadas después, de desastres en los que no hemos intervenido, ya sea el pillaje esclavista de África, el genocidio judío o la tortura en Argelia. Como sucede a menudo, se pide perdón y se llora por crímenes de los que somos inocentes pero se cierran los ojos ante lo que sí reclamaría nuestra atención. El Parlamento francés, que ha convertido en delito negar la existencia de la shoah o defender el racismo, legisla sobre opiniones porque no logra cambiar la realidad de los hechos. La República francesa defiende valores universales pero, en la práctica, no ha logrado exportarlos, como no sea en forma de guillotina en la proa de un barco, como en El siglo de las luces, la novela de Carpentier.
El modelo francés de sociedad, de ciudadanos iguales sin tomar en consideración religión, color de piel u origen geográfico y social, quizás ha retrasado la creación de guetos o de tensiones comunitarias pero no ha logrado evitarlas. Sarkozy se dispone a institucionalizar el fracaso que Chirac niega y Ségolène Royal aún cree poder remediar. Y por eso todos los franceses añoran los buenos viejos tiempos, cuando entre la escuela, el ejército y los sindicatos el país integraba a todos y fabricaba franceses sin demasiados chirridos. Es la época de Proust, Gide, Valèry, los Curie, Camus, Monod, Claude Bernard, Ravel o Poincaré, la de un país que miraba hacia delante y cuyos mejores autores no tenían, como Littell y Némirovsky y por razones totalmente distintas, la obsesión por un pasado que no acaba de pasar.
Babelia
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