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Nueva York y las 'ventanas rotas'

En ninguna gran capital europea abre el metro las 24 horas del día; de hecho, todos tienen un horario más reducido que el madrileño, y cierran a medianoche o, como mucho, a la una de la madrugada. Claro que tampoco ninguna de esas ciudades tiene una vida nocturna como la que ofrece Madrid los fines de semana durante todo el año.

Donde sí disfrutan del metro las 24 horas, los siete días de la semana y los 365 del año es en la más lejana Nueva York. Allí la Policía Municipal se encarga de patrullar las estaciones más conflictivas -hay casi medio millar en total- y de realizar controles periódicos a las maletas o posesiones de los viajeros. Pero no es tanto por un problema de delincuencia, sino, sobre todo a partir del 11-S, por la psicosis antiterrorista.

El metro neoyorquino vivió un problema real de vandalismo en los años ochenta: sus vagones eran pasto fácil de grafiteros, y los usuarios sufrían habitualmente asaltos violentos y robos. La ciudad contrató entonces al criminólogo George Kelling para que aplicara en el suburbano su teoría de las ventanas rotas: las premisas eran que un acto vandálico no resuelto, por pequeño que sea, llama al siguiente, y que los pequeños delitos acaban derivando en otros mayores. Así, se decidió que cualquier tren dañado, aunque fuera con una simple ventana rota, se quedaría sin salir de cocheras, para transmitir un mensaje de firmeza. Además, la vigilancia se reforzó y las medidas para prohibir la entrada de viajeros bebidos o evitar que otros se colaran se hicieron drásticas.

En la experiencia neoyorquina, la detención de personas que no habían pagado billete o hacían uso indebido de las instalaciones del metro mostró que uno de cada siete estaba buscado por algún delito mayor, según explica Malcolm Gladwell en su libro The Tipping Point.

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