El historiador y la política
Al cumplirse el 20º aniversario de la muerte de José Antonio Maravall, la mente se puebla de recuerdos personales. Tal vez el más ilustrativo de su personalidad fuera aquel episodio del año 1961 en que el bedel del Instituto de Estudios Políticos vino a interrumpir la reunión del seminario de Historia de las Ideas que él codirigía con Luis Díez del Corral. Avisaba de que en media hora iban a reunirse allí mismo miembros del Consejo Nacional del Movimiento, cuya sede era el viejo palacio del Senado. Maravall se levantó casi de un salto del sofá, colocado justo bajo el enorme cuadro de la conversión de Recaredo, y marchó decidido hacia la puerta. "¡Vámonos!", dijo, "no sea que nos confundan". Pronto Díez del Corral y Maravall dejaron de pertenecer al Instituto al ocupar Manuel Fraga la dirección de aquél.
Para quien cursaba la carrera de Ciencias Políticas al borde de los años sesenta, el contacto sucesivo con las enseñanzas del historiador de las ideas Luis Díez del Corral y del gran especialista en el pensamiento político español José Antonio Maravall constituía al mismo tiempo una sorpresa inesperada, pues para los estudiantes sólo contaba la dificultad de las respectivas asignaturas, y sobre todo un fascinante ejercicio de recuperación de la libertad perdida. Con notables diferencias de estilo, que por entonces conferían un cierto protagonismo a Díez del Corral, ambos remitían con sus palabras y sus actitudes a un mundo intelectual borrado por el franquismo. Era el suyo un lenguaje distinto, como lo eran sus referencias culturales, rasgando la cortina del pensamiento oficial, al modo que ya lo venían haciendo otros maestros como Aranguren o Tierno Galván, más comprometidos políticamente. Es cierto que tanto Maravall como Díez del Corral, jóvenes discípulos de Ortega y Gasset en los treinta, estuvieron primero alineados ideológicamente con el régimen, pero muy pronto sus trabajos como historiadores marcaron una ruptura inevitable. Con El liberalismo doctrinario, de 1945, y El rapto de Europa, Díez del Corral propuso de modo implícito una alternativa auténticamente liberal y europeísta, orteguiana, al discurso histórico de la autarquía, en tanto que Maravall iniciaba en 1944 su largo recorrido por la España barroca con una aproximación insólita entre nosotros a la literatura política de emblemas. Por el momento la novedad se escondía detrás de un título muy de la época, La teoría española del Estado en el siglo XVII. Cuando la obra fue traducida al francés por iniciativa de Pierre Mesnard, el deje castizo de "teoría española' del Estado" desapareció, pasando a ser "la filosofía política española del siglo XVII". No obstante, la sobrecarga de "lo español", paradójica en quien tan acertadamente desmontó el tópico de los caracteres nacionales, siguió presente en dos obras mayores de los años cincuenta, El concepto de España en la Edad Media (1954) y Carlos V y el pensamiento político del Renacimiento (1960), punto a su vez de partida de otro eje de preocupación maravalliana, el Estado moderno en nuestro país.
A los 50 años de edad, Maravall reflejaba ya en sus ideas y en su trabajo el eco de su estancia previa en París como director de la Casa de España en la Cité Universitaire. Amigo de Pierre Vilar, estaba harto del régimen, admiraba el pensamiento democrático modernizador de Pierre Mendès France, se abría en sus explicaciones al preliberalismo ilustrado, así como a Pi y Margall y a la crítica de Cánovas, y estaba dispuesto a abordar como historiador una profunda renovación metodológica. Su campo de preocupaciones desbordó el pensamiento político con dos libros mucho más ágiles que los anteriores, Velázquez y el espíritu de la modernidad (1960), y sobre todo El mundo social de la Celestina (1964), sorprendente incursión en el ámbito de la sociología histórica aplicada a la literatura que anuncia sus espléndidas aportaciones posteriores al análisis de la cultura del Barroco y, en especial, de la novela picaresca. Ahora bien, el punto de inflexión es también observable en los trabajos sobre pensamiento político, con Las Comunidades de Castilla (1963), interpretadas como "una primera revolución moderna". Hemos pasado como referente de San Isidoro a Manuel Azaña. Modernidad y reforma político-cultural se convierten en dos preocupaciones centrales de Maravall, que se proyectan sobre la temática de sus trabajos: el discurso de ingreso en la Academia de la Historia sobre Los factores de progreso en el Renacimiento español (1963), Antiguos y modernos (1966), hasta culminar en la magna obra Estado moderno y mentalidad social (1972), al tiempo que busca rastros de utopía y disidencia política en la España de los Austrias. A título personal, aun con la rémora de un frágil corazón, Maravall acompaña con entusiasmo la curva ascendente de la España de los sesenta, apoyado en un medio familiar que siempre le compensó de otros sinsabores y que ahora refuerza su confianza en el cambio, propiciada en su especialidad por la llegada de historiadores más jóvenes, de Miguel Artola a Gonzalo Anes Álvarez. De paso, presenta en 1967 su reflexión metodológica en la Teoría del saber histórico.
Vuelve la angustia en el ocaso del franquismo, sucediéndose los estudios en los cuales aborda desde distintos ángulos el vínculo entre poder social y cultura en la España del siglo XVII, su vieja e incómoda amiga. Le preocupan el cambio y las resistencias al mismo, a las innovaciones, en una estructura histórica, la sociedad española en crisis. La historia, dirá, "es la ciencia de lo que dura en su fluido pasar". Esa "innovación" que busca en el pasado se convirtió en realidad con la transición democrática. Maravall recupera entonces el entusiasmo con que casi medio siglo antes, estudiante dado a la poesía, amigo de Rafael Alberti, recibiera otro cambio de régimen. La labor de su hijo José María como ministro vino a confirmar ese estado de ánimo optimista que le acompañó hasta la muerte repentina, poco después de terminar su segunda gran contribución, La literatura picaresca desde la historia social (1986). A título póstumo, recibió el Premio Nacional de Ensayo. Nunca fue premio Nacional de Historia.Maravall acompaña con entusiasmo la curva ascendente de la España de los 60
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