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Columna
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Esto no es Marina d'Or

Basta que El Corte Inglés comience a montar pastores de luces en sus fachadas, que la televisión emita anuncios de chicas lánguidas sosteniendo envases de perfumes como frutas prohibidas o que el frío nos sorprenda una noche de noviembre saliendo de un cine para oír la misma queja: ya es Navidad.

Hace unos años, renegar de estas fiestas suponía una radical, provocativa y lúcida crítica al consumismo y al progresivo vacío de su mensaje de paz y amor. Sin embargo, últimamente la protesta es inercial y contagiosa, un desdén tan masivo, manido y hueco como la propia Navidad denunciada. Pero este año se ha producido un cambio. Muchos de esos reproches han dejado de ser una fatua pataleta y gran parte de sus protagonistas han tomado una determinación: comprar menos y huir de la ciudad.

Los madrileños están probando nuevas fórmulas para disfrutar de la Navidad. Una de ellas es huir de aquí

El último Barómetro de Consumo elaborado por el Ayuntamiento ha sido sorprendente. La intención de gastar no sólo ha frustrado su progresivo ascenso, sino que ha caído un 14%. Hasta el año pasado, ocho de cada diez madrileños pensaba comprar regalos, hoy, en cambio, sólo el 64% de los árboles de navidad va a dar frutos con lazo. Este descenso no coincide con una época de recesión económica, sino todo lo contrario. Eso aumenta la perplejidad del coordinador general de Economía del Ayuntamiento, Ignacio Niño, que va a peinar la muestra en busca de un error.

Probablemente no exista ningún fallo. Simplemente los madrileños están probando nuevas fórmulas para disfrutar de la Navidad. Y una de ellas es huir de aquí. Normalmente, quienes más despotrican contra las pascuas son quienes las pasan en la capital. Ciertamente, esta ciudad es invivible en estos días. Intentar seguir con el ritmo de siempre resulta infernal: los restaurantes, los cines y los parkings están repletos y las colas en las tiendas serpentean desesperantemente. Y pretender disfrutar de las actividades extra es escasamente satisfactorio. La iluminación de las calles es surrealista; Cortylandia es un espectáculo masificado y decepcionante incluso para los propios niños a los que les enerva el tono del chimpancé que habla este año; y los puestos de la plaza Mayor son como el Monte del Destino de El Señor de los Anillos, un lugar soñado al que uno consigue llegar tras una ardua aventura a través de masivos y despiadados obstáculos (zanjas, paraguas asesinos, embotellamientos en la calle de Postas, coches detenidos en los pasos de cebra...).

He comprobado que quienes aún reciben la Navidad con ilusión y cariño son, principalmente, los madrileños que abandonan la capital, aquellos cuyos padres provienen de algún pueblo o ciudad de España donde aún conservan familiares. Mientras que las fiestas en Madrid se han ido convirtiendo en un infierno, el cielo de esas otras pequeñas poblaciones sigue intacto. Madrid no es Marina d'Or, no es una ciudad de vacaciones, al menos de Navidad. Quienes tenemos la costumbre de salir de la urbe a finales de año nos sentimos liberados de la congestión de la ciudad y, a la vez, reconfortados por el ritual del cambio. Cualquier viaje ofrece novedad, una agradable impresión de excepcionalidad, sobre todo si ese desplazamiento se hace voluntariamente y en tiempo de ocio. Quedarse en Madrid en Navidad no sólo merma la sensación vacacional, sino que nos sume en una ciudad especialmente incómoda.

Quien no tiene la costumbre de viajar a finales de año está empezando a hacerlo. Cada año más gente concluye que merece la pena invertir su gasto medio navideño de 446 euros en una escapada y no en corbatas, colonias y bestsellers. Ya son uno de cada cuatro madrileños los que huyen del conocido cotillón y de la desesperante búsqueda de taxis en la madrugada. Los menores de 45 años son los más viajeros. Jóvenes cuyos días de ocio son suficientemente valiosos como para no dilapidarlos en atascos en la Gran Vía, cuyo dinero está mejor invertido en explorar territorios y actividades que en repetir una rutina ciertamente tediosa en una ciudad atosigante.

No debiéramos dejar que la incomodidad de Madrid en Navidad condicionase nuestro apego por estas fiestas como tampoco hace falta creer en Dios o en la bondad del ser humano para disfrutarlas. El reto consiste en no sucumbir a la queja, sino en convertir la Navidad en una aliada, buscar el lugar donde reencontrarse con ella, donde volver a convertirla en la amiga secreta de la infancia.

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