Una desaparición archivada, cuatro policías de Hortaleza y un cadáver bajo el suelo de la cocina
Un grupo de agentes de una comisaría de distrito de Madrid esclarece en sus horas extra la muerte de Francisco de Pablo, de 32 años, desaparecido hace dos años
Se acababan de cumplir dos años de investigación. Fue el pasado 6 de junio (jueves). David, Javi, Pablo y José Antonio, cuatro policías rasos, de esos que llaman “de la escala básica” —pero con diez años de media pateándose el distrito de Hortaleza de Madrid—, esperaban ansiosos la llegada del Grupo de Intervenciones Técnicas GOIT, a los agentes de la Unidad de Subsuelo y a los de la Policía Científica en la puerta de aquella pequeña casa de Aldea del Fresno. Era casi una caseta, con el tejado a dos aguas y dos ventanas enrejadas que daban a la parcela que la circundaba. Era el último sitio que les quedaba por registrar en busca de Francisco de Pablo, un joven del barrio de San Lorenzo, que se había esfumado a sus 32 años y sin previo aviso el 21 de marzo de 2022. Su madre, Juana, había puesto tres días más tarde una denuncia en la comisaría de la esquina, de la que entran y salen a diario esos cuatro agentes para atender denuncias de robos, hurtos, agresiones sexuales y muchas reyertas y trifulcas entre viejos y nuevos drogodependientes.
Pese a que el juez del juzgado de instrucción número 7 de Plaza Castilla archivó el caso por entender que podía tratarse de una desaparición voluntaria, la insistencia de la madre, desesperada porque a nadie parecía importarle el paradero de su hijo, y los muchos rumores que corrían por el barrio, llevaron a los agentes a indagar un poco más en lo ocurrido con Francisco en sus horas extra. En la Policía, normalmente, los homicidios los llevan grupos especializados. Pero mientras no hay cuerpo no hay homicidio, así que las desapariciones muchas veces las investigan comisarías de distrito.
Con sus pesquisas descubrieron que la tarde de su desaparición, Francisco, que —según los investigadores— trapicheaba con drogas y usaba su piso alquilado en el barrio como punto de encuentro y de compraventa, había estado allí con otras dos personas. Los muchos testimonios recogidos entre la parroquia de drogodependientes que frecuentaban ese lugar, tenían al menos dos coincidencias: Francisco salió de su casa esa tarde con un joven de su misma edad llamado Israel y se subieron en un coche rojo. Sin embargo Israel, empleado de la construcción, siempre sostuvo que habían estado jugando a la Play Station, y que, aunque salieron juntos, se separaron en la puerta del portal.
Los rumores siguieron de boca en boca en el barrio de San Lorenzo: “Francisco está trabajando esclavizado en casa de una marquesa que sale en la revista Hola”, “le han tirado en Valdemingómez”, “está emparedado en una casa de La Cañada”, “se lo llevó una mafia albanesa”...
El archivo de la causa no ayudó, y pasó casi un año hasta que los agentes, aupados por su comisario jefe y veterano investigador, pudieron reabrirla aportando indicios de que no parecía tratarse de una “desaparición voluntaria”. La juez del 37 levantó el archivo y comenzó a admitir las persistentes solicitudes de cuatro policías de distrito, erigidos en aguerridos investigadores bajo el convencimiento de que Israel estaba involucrado en la desaparición de Francisco: “Era el último que le había visto con vida, había recibido un dinero de él para emprender un negocio a medias de hidropónicos (marihuana) en una de las fincas de su familia en Mejorada del Campo, pero se había gastado todo en coca, prostitutas y máquinas tragaperras, y su suegra era propietaria de un coche rojo que Israel utilizaba de vez en cuando y que había ido oportunamente a parar a un desguace días después de la desaparición de Francisco”, argumentaron.
Para cuando los policías solicitaron las geolocalizaciones telefónicas, muchas ya habían sido borradas. Afortunadamente alguien tuvo la precaución de pedir una “salvaguarda” de los teléfonos y los agentes pudieron comprobar que Israel y Francisco llegaron hasta Mejorada en coche, que no estuvieron solos, sino con otro de sus habituales acompañantes, Fernando, el tercero en discordia en esta historia policiaca. Que después pasaron por un Bricomart y compraron bolsas de tierra para hacer cemento y planchas de vinilo de suelo. Y que fueron a un desguace en el que, cuando llegaron los agentes, ya solo conservaban las fotografías del coche rojo que dejaron, curiosamente con los asientos de la parte de atrás arrancados. Pero Israel no aparecía en ninguna de esas transacciones económicas.
Le interrogaron, le hicieron saber que era el objetivo número uno de una investigación en ciernes y durante un mes escucharon su teléfono, previa autorización judicial. Israel nunca dijo nada sobre el asunto en sus conversaciones ni hizo ningún movimiento en falso. Sin embargo, los policías constataron que era “un mentiroso compulsivo, que no le decía la verdad ni al médico”, un “embaucador profesional” capaz de obtener dinero de cualquiera, “un estafador” que había engañado hasta a su propia familia, un tipo muy duro, pero cuyos nervios delataba un leve silbido del pecho porque padecía asma.
Tiempo después, mientras los policías combinaban su trabajo diario en la comisaría con una investigación que parecía no tener fin ni llegar a ninguna parte, llegó una información anónima a comisaría: “Decía que una noche Fernando, borracho y drogado, había contado que habían matado a Francisco en Mejorada y se lo habían llevado a la casa de los padres de Israel en Aldea del Fresno y lo habían metido en una fosa séptica que hay debajo del suelo de la cocina”. Era una versión verosímil, porque incluía una de las direcciones que los agentes tenían marcadas para registro, y daba detalles nuevos: una cocina en una casa con fosa séptica.
Fernando, ya detenido en comisaría, contó que “fue Israel quien mató de un golpe en la cabeza con una barra de acero a Francisco porque habían discutido por la pasta en Mejorada”, donde pensaban montar el cultivo de marihuana. Dijo que Israel luego le llamó a él para que le ayudara a deshacerse del cuerpo y trataron de tirarlo a un pozo —uno de los primeros sitios que inspeccionaron infructuosamente los policías de Hortaleza— pero no cupo y finalmente optaron por llevárselo a la casa de los padres de Israel en Aldea del Fresno. Le trasladaron en los asientos de atrás del coche, que quedaron ensangrentados y por eso los arrancaron antes de llevarlo a desguace.
El pasado 6 de junio, ante la expectación de los cuatro agentes, miembros del grupo de Intervenciones Técnicas forzaron la cancela de esa pequeña casa de Aldea del Fresno, hasta la que minutos después llegarían también los propios padres de Israel: “Este suelo lleva 40 años sin cambiarse”, les dijo el padre a los policías cuando picaban los azulejos de la cocina. El hallazgo de la primera bolsa de Bricomart en el agujero le desmintió. Después sacaron unas latas de cerveza, partes de una barbacoa y, por último, restos humanos y una esclava de plata en la que podía leerse en letras mayúsculas: “Fran”.
Israel fue detenido ese mismo día. Segundos antes de su confesión, aún en el vehículo policial, los agentes volvieron a escuchar ese leve silbido de su pecho. Él y Fernando han ingresado en prisión acusados de un delito de homicidio.
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