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Columna
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La letanía de las reformas

Jesús Mota

No hay informe sobre el estado de la economía española, bien sea redactado por instituciones internacionales como el FMI o la OCDE, bien por reputados servicios de estudios nacionales, que no concluya con la letanía de que el crecimiento económico no podrá mantenerse "sin reformas estructurales". De tanto repetirse, esta recomendación propia de un prospecto farmacéutico ha perdido cualquier efecto admonitorio que en el pasado pudiera tener. Hoy es una frase carente de significado por la opacidad de su formulación, evidente en primer lugar por su carácter genérico y después por la impertérrita ritualidad con que se maneja. Llueva o truene, en la recesión o en la prosperidad, con gobiernos de derechas o socialdemócratas, la economía española siempre necesitará, según el FMI, la OCDE y los servicios de Estudios de los bancos, "reformas estructurales" y "disciplina presupuestaria".

Para que los cambios estructurales sean creíbles, debe explicarse cuáles son, con quién hay que negociarlos, cuánto cuestan y quién los paga

El gorigori de las reformas necesita, para ser útil, una interpretación urgente. ¿Qué son reformas estructurales? Probablemente los organismos internaciones citados entienden como tales la famosa flexibilización del mercado de trabajo -una receta estrellas desde los tiempos fundacionales de la patronal CEOE- y cambios en el sistema de pensiones. En el caso de la flexibilidad, probablemente las referencias serían un abaratamiento del coste del despido y exigir a los desempleados una búsqueda activa de empleo; en el caso de las pensiones, cabría interpretar que el Fondo y la OCDE recomiendan jubilaciones a edades más avanzadas y aumentar el número de años de contribución para disfrutar de una pensión.

Los más optimistas interpretan que en las reformas estructurales cabe incluir también otro latiguillo afortunado: introducir competencia en los mercados. Tal como están los mercados eléctricos, gasísticos o telefónicos en Francia, Alemania, Italia o España, el desiderátum de competencia parece hoy fuera del alcance político y social de cualquier gobierno europeo.

Un observador desprejuiciado notaría rápidamente que las reformas mencionadas, si son las que cabe deducir de los espesos y prestigiosos informes de la economía internacional, traen a colación recortes del Estado de bienestar, de las llamadas redes de protección social. Tiene su explicación, por supuesto, ya que cualquier rebaja en las prestaciones por desempleo o en las pensiones, por pequeña que sea, origina un ahorro importante en las finanzas públicas. Pero además de esas rebajas -que tienen gran sentido en Alemania y menos en España o Portugal-, podrían recomendar alguna vez el FMI o la OCDE que los gobiernos, por sí o a través de reguladores, vigilaran las redes de intermediación y distribución de alimentos y servicios para evitar casos de monopolio, oligopolio o abusos en la fijación de precios. Podría evitarse así que el precio del tomate, la patata o las manzanas se multiplicara por veinte entre el punto de recolección y el de venta y se dispondría de un método efectivo para evitar la explosión de los precios.

El mismo observador, si fuera un poco cínico, observaría también que la melopea de las reformas, de gran predicamento en informes y textos, apenas tiene existencia real. Algunos de los mayores defensores de los cambios estructurales hoy, los promovieron con prudencia -si no abstinencia- cuando gobernaron; y ahí está el caso del actual director del FMI, Rodrigo Rato. La economía española ha experimentado más de un lustro de crecimiento continuado y abundante en creación de empleo sin que quepa atribuir la prosperidad a reforma alguna, sino a los tipos de interés reales negativos -que explican la burbuja inmobiliaria, el boom de la construcción y la fiebre del consumo- y a los fondos comunitarios que fluyen desde Bruselas. El cínico concluiría seguramente que eso de las reformas está sobrevalorado.

Pero, a pesar de todo, las reformas en los mercados son necesarias. Tienen que recuperar su credibilidad, eso es todo. Para ello, es imprescindible que cuando alguien suelte eso de las reformas estructurales, explique cuáles son las que hay que aplicar en cada caso o en cada país, cómo deben negociarse, quién ha de gestionarlas, cuánto cuestan y quién debe pagarlas. Sería de agradecer que no siempre pagaran los mismos, es decir, los desempleados y los pensionistas. Sin esas precisiones y compromisos, la apelación a las reformas es tan vacía como la que analizaba Theodor Adorno en los horóscopos: "Las estrellas no mienten, pero tampoco dicen la verdad; por ellas mienten los hombres".

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