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Arbitrariedades de escritor maniático

Hace unos once y unos nueve años, respectivamente, escribí en otro lugar dos artículos emparentados. El primero se titulaba "Breve y arbitraria guía estilística para detectar farsantes", y el segundo "Breve y arbitraria guía demográfica para detectar cursis", y el método de detección empleado en ambos casos se basaba en el lenguaje, en las cosas particularmente engoladas o artificiales, tópicas o pretenciosas, cursis, supuestamente "bonitas" o directamente necias que mucha gente dice o escribe, con incomprensibles reiteración y entusiasmo por parte de quienes más deberían evitarlas, mis colegas. Me disculpaba de antemano por la arbitrariedad innegable al fin y al cabo, los escritores trabajamos con expresiones y palabras, nos pasamos la vida eligiéndolas y descartándolas, analizándolas y ordenándolas, por lo cual no es raro que acabemos por desarrollar grandes manías en lo referente a ellas. A cada uno hay unas cuantas que lo sacan de quicio y que se tiene prohibidas, y otras por las que siente predilección y que a menudo incluye en sus escritos. En más de una ocasión, al ver impresa una entrevista que me habían hecho, mal transcrita, he puesto el grito en el cielo (mentalmente), pensando: "Qué horror, esto yo no lo puedo haber dicho nunca, jamás emplearía semejantes vocablos". Uno lo sabe.

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Siempre muy pocos

Algunas de aquellas expresiones frecuentes que me atacaban los nervios hace ya tanto tiempo, veo que no sólo permanecen hoy, sino que su frecuencia ha aumentado. Una de ellas consiste en decir -o en escribir en pancartas-, cada vez que alguien es tratado injustamente o hay agresiones contra un "colectivo", que "Todos somos …", y a continuación el nombre del agraviado o del grupo vilipendiado o desfavorecido. "Todos somos Eloísa", si a Eloísa le han pegado una paliza unos fascistas, o "Todos somos Goytisolo", si Juan Goytisolo cuenta por enésima vez lo mucho que se lo ha perseguido en España; por supuesto "Todos somos víctimas del terrorismo", o "inmigrantes", o "mujeres maltratadas", o "presos", o "africanos", según de lo que en cada oportunidad se trate. La fórmula, repetida hasta la saciedad incluso en los titulares de prensa, no sólo es de una cursilería que tira de espaldas, sino radicalmente falsa, porque nunca es verdad que todos seamos nada ni nadie, y proclamar de boquilla que sí lo somos sólo suele diluir la gravedad de cada caso y hacer que los ofensores y maltratadores se digan cínicamente: "Bueno, si hay tantos y están ahí tan saludables, no será tan malo lo que les hacemos a esos grupos o individuos".

Una expresión que reconozco no soportar, y que se lee mucho en la sección de Cartas de cualquier diario, es esa del "españolito de a pie", no sólo por el diminutivo ñoño, sino de nuevo por su falsedad intrínseca: hoy en día no queda casi ningún español "de a pie", cuando todos tienen coche y lo utilizan desaforadamente, hasta para ir a comprar sellos. Entre los jóvenes se puso de moda hace unos años calificar a los objetos de "guapos", y eso es algo, lo admito, que me hiere los oídos, sobre todo cuando se lo apropian los adultos (actores, cantantes): si malo me es oír "Hala, qué chupa más guapa", lo que se me hace insufrible es que alguien me suelte que "Este es un proyecto guapo" o que "Me ha salido una canción muy guapa". La misma o parecida impaciencia me asalta cuando se califica a una sola persona de "buena gente": "Jiménez Losantos es muy buena gente" (bueno, la verdad es que del locutor episcopal nunca he oído decirlo) o "Esperanza Aguirre tiene cara de buena gente" (que tampoco lo he oído, por cierto). Y ahí va una palabra que me irrita y no comprendo, que aparece en frases como "Y entonces me entró el yuyu". Un término innoble, "yuyu", que no se sabe si significa "miedo", "espasmo", "susto" o "vértigo", en estos contextos (a mí me suena más como espasmo).

Una forma de farsa que señalaba en mi más viejo artículo no sólo no ha desaparecido, sino que cada vez se prodiga más en la prensa: son esas necrológicas en las que el articulista se dirige en segunda persona al muerto, lo conociera o no, cuando eso ya no tiene más sentido que el de alardear ante los lectores vivos del dolor que aquél está padeciendo. Cada vez que me encuentro con una de esas piezas tuteadoras, ya sé que el que la escribe no sólo es un exhibicionista, una plañidera y un farsante, sino que el finado en cuestión le traía más bien sin cuidado y que se está valiendo de él o de ella para acaparar protagonismo y lucirse. "Querida Rocío Jurado, tú que nos diste las olas …", o "Nunca sabrás, Agapito, con qué ilusión te esperábamos para tomar el postre …", ya me entienden. Hoy mismo leo una columna de estas que vulnera toda decencia, ética y estilística: "Amada amiga", suelta el articulista, "lloro tu marcha mientras escribo estas líneas, pero ya siento tu alma enjugando mis lágrimas, tu alma delicada como un búcaro, encendida como un rosal, fragante como la hierba recién segada …" Hace falta tener cuajo o jeta, como prefieran. Si yo fuera el viudo de la difunta, le daría a este llorón de tortas.

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