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GRANDES REPORTAJES

Violencia tatuada

"Acá es así, a hierro. Matas o mueres". La muerte es su única religión; los tatuajes, su lenguaje. La fotógrafa Isabel Muñoz ha logrado entrar en las cárceles de El Salvador para retratar un mundo tan violento como aún desconocido, el de las maras, las pandillas que tienen atemorizadas a las sociedades de varios países de Centroamérica. Un trabajo inédito que produce escalofríos. ¿Qué lleva a tantos jóvenes a relacionarse así con el diablo?

Celda colectiva de la Salvatrucha, o MS, en la Ciudad Barrios
Celda colectiva de la Salvatrucha, o MS, en la Ciudad BarriosISABEL MUÑOZ

Satanás aparece en una espalda maltratada, en un torso mezclado con cruces y vírgenes, en un antebrazo, deslizándose por una ingle, trepando hasta asomar por el cuello, abrazando a una mujer desnuda, empitonándola; su rabo, muy largo, enroscado en la pierna, del muslo al tobillo. Se quitan la camiseta, y su lenguaje enmarañado queda expuesto en toda su violencia y crueldad ante una fotógrafa española.

Tres semanas del pasado febrero y otras tres semanas de mayo, retratando a decenas de miembros de maras, las pandillas juveniles montadas en la Costa Oeste de EE UU en los años ochenta, a raíz de los exilios masivos por las guerras civiles centroamericanas, como respuesta a una sociedad anglosajona, blanca y protestante que les apartaba; pandillas que operan en México en el contrabando de personas hacia el norte, que participan en el tráfico de drogas e incluso desempeñan labores de sicarios, y que extorsionan y amedrentan a las sociedades de varios países de Centroamérica, sobre todo Guatemala, Honduras y El Salvador. Isabel Muñoz logró entrar en seis hacinadas y peligrosas cárceles de El Salvador -cuatro de hombres y dos de mujeres; desde el penal de alta seguridad de Zacatecoluca hasta Ciudad Barrios- gracias a ganarse la confianza de los líderes y a un trato: "Vengo a retrataros como guerreros".

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Eso excitó su orgullo y sus poses. Ellos suelen hacer las cosas por huevos. Y éste era un caso nuevo, distinto, para alardear de su valentía. Mirar fijamente a cámara y exhibir sus marcas de guerreros del siglo XXI. Isabel Muñoz tuvo que dejar de lado prejuicios y juicios, la repugnancia que provoca acercarse a la piel y la mirada de criminales que han cometido múltiples asesinatos sin pensárselo dos veces. En las celdas les enseñó su trabajo del pueblo surma de Etiopía; les explicó cómo también ellos, guerreros de hoy, pero anclados en otro tiempo, usan los tatuajes del cuerpo para expresarse. Esa definición de guerreros, quizá sentirse por una vez con una identidad y un sentido para el mundo; el permiso del líder del grupo, sin el que no se hace nada, y un truco tan simple como efectivo, hablarles del fútbol español, del Real Madrid o del Barça, equipos de los que son fervientes seguidores, sirvieron para descorrer rejas y entrar en un olor denso a hombres encerrados, violentos y sin nada que perder; colocar una tela blanca como fondo, absurda en ese ambiente, pero neutral, dignificante, y disparar y disparar. Y por una vez en su vida, les llevó a ellos a quedarse quietos y dejarse disparar, a posar en un trabajo valioso, inédito, arriesgado. "A veces, sí, sentí miedo. Porque detrás de la mirada de algunos no conseguía ver nada".

"Prácticamente no hablábamos. A mí, como mujer, me despreciaban. Y además intuía que si les preguntaba mucho de sus vidas surgía la sospecha y podía llegar un momento en que dijeran: se acabó". "Tenía que hacerles ver que lo que realmente me interesaba era el lenguaje de sus cuerpos. Un lenguaje que se está perdiendo, porque las leyes antimaras permiten detener a un joven por el mero hecho de llevar tatuajes, sin más cargos".

Tatuajes que son sus currículos. Aunque con interpretaciones no siempre fijas. Calaveras. Serpientes. Tumbas que se amontonan en su piel y en las paredes de sus celdas: son sus chicos, sus homeboys, sus homis, sus compañeros de clika (grupo dentro de la mara, una especie de célula) que están hule (muertos). Mujeres desnudas en poses provocativas, escenas de sexo: un código de la cárcel; son dibujos que se marcan en las celdas, y cuantos más haya, más experiencia carcelaria. A fin de cuentas, para muchos mareros, acabar en un penal es como graduarse, pasar a su particular universidad. Iconografía católica de cruces y vírgenes inquietantemente enredadas con el diablo. Telarañas que son sus vidas, sus marañas. Sus madres. Los nombres de la mara, la M-13, o Salvatrucha (salva, de salvadoreño; trucho, de espabilado, de andar listo) o MS, y sus enemigos, la M-18, repetidos hasta abigarrar los músculos, con números y con letras, con números romanos y con letras góticas, guiños de guerreros medievales. El payaso de carcajada grotesca, que muestra la doble vida: alegría de cara al exterior, con los compañeros de la clika, y amargura por dentro. Y las lágrimas tatuadas, con toda su leyenda: para unos significan asesinatos; para otros, gente querida que se ha ido. En todo caso, iconos de muerte. Sus únicos principios: vivir la vida loca despreciando la vida, la propia y la de los demás. Isabel Muñoz: "Es lo que más me impresionó. La muerte es su única religión. La muerte para ellos es una liberación. Supone dejar de sufrir".

"Fue duro", continúa. "Hay algunos, los misioneros, los que han dedicado su vida a cumplir misiones de muerte, encargos para matar a decenas de batos, de muchachos, sólo por pertenecer a otra pandilla, o por traicionar la propia, que no son capaces ni de sostenerte la mirada". Pero en ese proceso de mirarles a la cara, de mantener sus ojos enmarcados en el objetivo, sus frentes y mejillas definitivamente marcadas para señalar la pertenencia a un grupo que de pequeños les prometió seguridad frente a un entorno que no les daba nada…, en ese viaje desde la estética de sus cuerpos dibujados hasta su interior, Isabel Muñoz se asomó al abismo: "A pesar de todo, ves que son personas, y continuamente me preguntaba, me pregunto, cómo serían esos hombres, bloqueados por la violencia y las drogas, cómo serían si de pequeños hubieran visto otras cosas, hubieran tenido acceso a otras motivaciones, otras oportunidades. Y me siento hasta culpable por descubrirles un alma y dotarles de una dignidad en mis fotos, pero me pregunto que habría hecho yo de encontrarme en su lugar. En un entorno destrozado, sólo encuentran afecto, al menos algo de afecto y solidaridad, en la mara. Se ven arrastrados, y luego ya no hay salida".

De los niños de la calle a las maras hay sólo un pequeño tobogán. No es un juego, es una pequeña pendiente que marca la vida. Tor Trix, líder de una de las clikas de la Salvatrucha en la capital guatemalteca, comentaba el año pasado en la prensa de ese país: "Mira, bato, el rollo aquí es sencillo; sólo se trata de vivir la vida…, la vida loca. De vivir el día a día, de hacernos el paro [apoyarnos] entre todos los batos; el resto de la banda [gente], pela [no importa]; de ellos tenemos que vivir nosotros y se tienen que aguantar". En otra entrevista en Clarín, de Argentina, El Satanás, de 19 años, jefe de una clika en Tegucigalpa, contaba: "Broder [hermano], acá es así, a hierro. Matas o mueres". En otra entrevista en La Prensa, de México, El Carnalito, de 15 años, miembro de una clika de Tapachula (México, frontera con Guatemala), la de Los Más Locos, cuenta, mientras aspira pegamento de una bolsa de nailon: "He recorrido todo México en tren con los que van en busca del becerro de oro [EE UU], y los que se resistieron a darnos para el bajón o puro [comida o drogas], ya no lo cuentan". Se jacta de haber matado a seis. "La mara es mi vida carnal, es lo único que tengo y tendré en este apestoso mundo. Mi madre era una gran puta que me abandonó con 10 años en un prostíbulo. Me violaron, pero después, con mis homies, me vengué". "Me llamaba José, pero creo que nunca supo quién de tantos hombres con los que tenía relaciones era mi padre. Varias veces oí, cuando tomaba y fumaba piedras [dosis de crack], que había abortado cinco veces".

Josué, de más de 30 años, líder del penal de Chalatenango, en El Salvador, donde dos pandilleros fueron asfixiados en la ducha el mes pasado, declaraba hace un año en un reportaje de este periódico: "Ni me enjabonaba la cara para no dejar de ver ni un instante".

Y el niño de la familia rota de un barrio hecho de barro se convierte en un grano más de esa marabunta depredadora que arrasa lo que encuentra a su paso, otra hormiga carnívora con el cerebro embotado por la sangre y las drogas. Por el bazuco (o porquería), la droga más adictiva, mortífera y barata; restos de la cocaína base, la escoria de su proceso de transformación, que destruye el tejido cerebral de forma irreversible.

Con las leyes de Mano Dura y Super-mano Dura, promulgadas en Honduras y El Salvador en 2003 y 2004, más con intereses electoralistas que de eficacia social, como han denunciado diversas ONG, se encuentran entre la espada y la pared; sólo se les da a elegir entre la mara y nada. Lamentable encrucijada entre nada y nada.

En la prensa española no se da cuenta habitual de los enfrentamientos, pero a veces trascienden noticias que hielan la sangre. Día 21 de septiembre de 2005: "El asalto de pandilleros a un correccional guatemalteco deja 14 muertos y 10 heridos graves. Las autoridades contaron que dos de los fallecidos fueron degollados y que una de las cabezas aún no había aparecido". Las cifras son escalofriantes: se habla de entre 50.000 y 250.000 mareros en México, EE UU y Centroamérica, y de hasta 15.000 víctimas el año pasado a manos de la marabunta. El problema se ha traspasado en esta década a los países centroamericanos, porque, una vez que aprendieron allí, EE UU inició una política de deportación para negar que el problema sea suyo. En los primeros siete meses de este año ha enviado a El Salvador 1.515 jóvenes con antecedentes penales, un 30% más que en el mismo periodo de 2005.

La llave para que Isabel Muñoz entrara en la vida loca, en ese mundo demencial de violencia tatuada, se la dio Pepe Moratalla, una de las personas que mejor conocen a los mareros de El Salvador; un salesiano nacido en España hace 58 años que ha puesto en marcha el polígono industrial Don Bosco, en Las Iberias, uno de los barrios más problemáticos de San Salvador, donde trabaja en la educación y búsqueda de salidas de 600 chavales, muchos ex mareros, muchos en cumplimiento de condena. El padre Pepe, que ha logrado el respeto de los líderes de las maras, la policía y las ONG, insiste en que el poder destructor de las maras, "como el de Satanás", es la oscuridad, el reino de las tinieblas: "Para atajar un mal hay que hacer un diagnóstico serio, profesional. Y no lo tenemos. Hasta ahora, lo único que se ha hecho es un acercamiento sensacionalista desde los medios de comunicación, morboso, o a través de las leyes represoras, sin promover medidas de reinserción. Son leyes inadecuadas de sociedades que han fracasado. Estamos hablando de muchos miles de jóvenes, que son los que han de construir una sociedad, un futuro [en Centroamérica, más del 50% de la población tiene menos de 24 años]. Están deshaciendo las juventudes de países enteros. Es muy serio. Y no se actúa". Moratalla añade una preocupación más: "Están a punto de dar el salto a España, se están organizando para desembarcar allí. Lo tienen fácil: cuentan con el filón de la droga, muchos emigrantes y muchos jóvenes reunidos ya en asociaciones".

Ese interés por dar luz al diablo es el que llevó a Moratalla a colaborar con Isabel Muñoz. En ese cerrojo abierto al abismo colaboraron la ONG Pro Jóvenes y Jaime Roberto Vilanova, director general de centros penales. Ahora el objetivo de todos es montar una exposición con estos retratos que devuelven la dignidad humana a Walter, Jeffrey, Giovani, para ponerles miradas y caras a la telaraña, a la maraña de la mara, a las tinieblas de la marabunta.

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