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Columna
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Warshol Warholismos Warholitas

Estrella de Diego

"Andy murió ayer. Nunca dejará de sorprendernos", escribió alguien después de la muerte de Warhol, ésa que nos pilló a todos -qué cliché- en una fiesta, con el cigarrillo entre los dedos, en la mano la copa de la cual jamás nadie bebe, el imprescindible rostro entumecido, siempre mudos pues -él lo había dicho- "abre la boca y se acabó tu halo".

Sí, esa muerte tonta en un hospital neoyorquino, muerte humana para alguien que hubiera debido tener final mediático, nos dejaba más huérfanos que viudos: a la intemperie, sin instrucciones para articular el gesto de tristeza que, seguro, sentimos al ver que, otra vez y como es su costumbre, la muerte secuestraba al último gran artista de la tradición occidental.

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Ponga un Warhol en su vida

Pues quien diga lo contrario, se equivoca. Quién piense aún que Warhol es un artista de consumo, sin mucha trascendencia, un publicista empeñado en producir productos en una fábrica, la famosa Factory donde se vanagloriaba de dar salida a la alta y la baja cultura, sin jerarquías, sin autoría, como debe ser en el mundo contemporáneo, se confunde.

O lo que es peor cae en la trampa que Warhol diseñó para aquellos incapaces de caer en sus brazos. Que Warhol supiera crear la imagen corporativa que impregnó sus obras, películas, colecciones, la construcción de su personaje..., una imagen eficaz que incluso aquellos que no saben quién es Warhol reconocen como Warhol, no quiere decir que sea un artista banal, muy al contrario. Andy nunca se repetía y este particular -o eso dice la más rancia historia del arte- hacía de él un artista.

Diminutas diferencias

Basta con mirar sus series de las grandes damas de la muerte: Monroe, Kennedy o Taylor. Todas y cada una de estas famosas, como sucede con las latas, las sopas, las Giocondas y el resto de las imágenes producidas en el universo Warhol, parecen idénticas, pero no hay dos iguales. Igual que ocurre con las colecciones, donde los objetos acumulados son similares unos a otros y conforman en las diminutas diferencias la esencia misma de su unicidad, Warhol reta a aquellos que le llaman banal y los pone en evidencia. Qué ciegos.

Y, pese a no verle, o no verle como debió ser en realidad, le persiguen. Quizás porque hay en Warhol algo inesperadamente frágil, desposeído y despojado que nos recuerda demasiado a nosotros, aunque algunos no se lo hayan planteado siquiera y crean que corren tras él animados por el mercado o las conmemoraciones. O lo eterno de un día. Volvemos a Warhol para acallar los miedos, unos temores inmensos que se materializan allí mismo, en medio de la supuesta moda, entonces como ahora, que no hace sino enfatizar lo desamparados que vivimos y la manera en la cual Andy supo ponerlo de manifiesto.

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