Blanco en el soldado Valdez
Una bala cruza el aire. Nadie sabe de dónde viene. Un militar norteamericano cae al suelo. Dos años y nueve meses después del comienzo de la invasión de Irak, el número de soldados de Estados Unidos muertos se acerca ya a los 3.000. Ésta es la crónica fotográfica del disparo al 'marine' Juan Valdez
Un disparo, un muerto. La frase captura a la perfección la paciencia y la sangre fría que se requiere para el trabajo y es el lema de todo francotirador. Sigilo y andar en las sombras, agazapados en un tejado, son su modus operandi. Se oye un ruido seco -¡bang!- y, antes de que le dé tiempo a reaccionar, el soldado está en el suelo. Cae a plomo. Derrumbado por el tiro ante sus propios compañeros, que, nerviosos, apuntan con sus rifles de asalto a todo lo que se mueve. Nada. El fantasma ha desaparecido. Se ha cobrado una nueva víctima y se ha fundido entre la población.
El Ejército de George Bush en Irak se enfrenta a un enemigo intangible, sacado de las filas de la insurgencia, entrenado para ser el mejor de los tiradores. Con altavoces, se publicita el "trabajo" por las calles de las ciudades más conflictivas de Irak. Si quieren ser francotiradores, se les pagará tres veces el salario que cobren en ese momento, se dice. "Son buenos", aseguran los soldados destacados en Irak que han vivido para contarlo y vuelven a sus hogares. En octubre pasado, 105 soldados estadounidenses resultaron muertos en Irak, una cifra no sufrida por el Ejército de George Bush desde las batallas de Faluya y Nasiriya en 2004. Parte de esas bajas fueron obra de los francotiradores.
El silbido. Bang. La bala ha atravesado al marine Juan Valdez Castillo mientras su unidad patrullaba por Karma (localidad situada entre Bagdad y Faluya). Junto a los soldados estaban empotrados un periodista del diario The New York Times y un fotógrafo. La cámara de João Silva captura los momentos posteriores al golpe de efecto del asaltante. Bang. El marine Valdez está tocado. La bala le ha atravesado el torso y el brazo. Su comandante de pelotón le arrastra de las ropas entre el fango hasta situarle a salvo.
Si el ritmo de muertes de soldados norteamericanos en Irak continúa su escalada, cuando ustedes lean este reportaje puede que ya haya alcanzado la dura cifra de 3.000. Ahora mismo son 2.865. La invasión comenzó el 19 de marzo de 2003. Las muertes en Irak son comparativamente inferiores con respecto a las habidas en otras guerras en las que ha participado EE UU, y desde luego palidecen dramáticamente con las bajas sufridas en las dos guerras mundiales, cuando la nación de George Washington enterró a más de medio millón de caídos. Ninguno de los dos partidos -ambos ahora en el poder, el Republicano en la Casa Blanca y el Demócrata en el Congreso- parece tener la solución a la sangría que desgarra el país mesopotámico, y las referencias a la vietnamitación de Irak son constantes. Las comparaciones, además de odiosas, no se ajustan a la realidad, al menos en números. De Vietnam no regresaron 58.000 soldados, que murieron a un ritmo de 6.400 durante los peores nueve años de la contienda (1964-1973).
Pero los féretros cubiertos con la bandera de Estados Unidos -son descargados dos o tres al día de las tripas de los aviones Hércules en cualquier punto del país- están teniendo un coste altísimo entre la población. Sólo el 31% de los estadounidenses aprueba la gestión del conflicto por parte del presidente Bush, según una encuesta de AP-Ipsos, el nivel más bajo desde que comenzó la guerra. Y todo a pesar de que son imágenes íntimas, que sólo ven los ojos de las familias y los amigos de las víctimas. Para el afortunado que no cuenta con un conocido en Irak, de la guerra sólo le llega la lejana sensación de caos. Viven inundados en el debate político, pero no ven la sangre de los suyos impresa en color en la portada de un diario.
Pero cuando el sábado 4 de noviembre, tres días antes de las elecciones, el periódico The New York Times llevaba a su primera página a un ensangrentado marine Valdez, se rompía la tendencia: el sargento Jesse Leach asiste a Valdez. Para conocer la gravedad de sus heridas le ha tenido que rasgar el uniforme. Grita órdenes a sus inferiores. No deja de aplicar presión sobre la herida. La cámara del fotógrafo João Silva sigue disparando. Las muertes de soldados estadounidenses atribuidas a disparos con arma ascienden a 230 en toda la guerra, 38 son producto de los francotiradores, según la página web www.icasualties.org, que recopila las bajas oficiales en Irak.
El nombre que temen y del que no conocen el rostro las tropas destacadas en Irak es Juba, el apodo adjudicado al supuesto miembro de la insurgencia que se atribuye ser un certero francotirador y haber eliminado o herido hasta un centenar de militares de EE UU. Juba sólo dispara una vez. Juba desaparece sin dejar rastro. La existencia de tal personaje no ha sido confirmada por ninguna fuente del Pentágono, así como tampoco se certifica veraz el contenido de su propia web, donde expone sus "heroicidades". Se dice que ha dejado en alguna ocasión una nota para los soldados en la que se leía: "Lo que se roba con sangre sólo puede recuperarse con sangre. El francotirador de Bagdad".
El primer vídeo de Juba apareció en octubre de 2005. El último, unos días después de acabarse el Ramadán de este año. En un conflicto en el que los abusos de Abu Ghraib han sido registrados con cámaras fotográficas por los propios torturadores, en el que los secuestradores filman los degollamientos de sus rehenes y en el que algunos misiles llevan cámaras de vídeo, el literario Juba también está a la altura de los tiempos y dispone de su propio producto en el mercado: un vídeo que recoge en un montaje varios ataques. Media hora de disparos sobre soldados desprevenidos. Está en Internet. Se vendió en Bagdad para "celebrar" el fin del Ramadán. Un disparo en cada ocasión. Bang. El soldado se desploma en su puesto de guardia. Bang. "Hay gente alrededor de él [del soldado]", dice una voz. "¿Quieres que encuentre otro lugar?", pregunta el ojeador. "No. No. Dame un momento", responde el francotirador. Hay una pausa. Se oye el disparo. Bang. El soldado que estaba dentro de su vehículo ha sido alcanzado. El impacto de la bala le lanza primero hacia atrás y luego se balancea hacia delante hasta yacer muerto. "Alah Akbar (Dios es grande)", exclama el francotirador.
A veces el disparo falla. Entonces los soldados se ponen en alerta y buscan agitados el origen del ataque. Pero no encuentran ni rastro. Suele desaparecer entre la población, para evitar que las tropas disparen sobre él y haya bajas civiles. Otras veces el tiro sólo hiere al objetivo. El marine Valdez se abraza agradecido al compañero que puede que le haya salvado la vida. Valdez ha tenido suerte y descansa ahora y se recupera de la herida en una base militar estadounidense en Alemania.
La foto muestra al médico militar Dustin Kirby con una mano ensangrentada sujetando una bala. Del interior de un casco ha sacado el proyectil que ha atravesado la cabeza del soldado. Del casco rebosa sangre mezclada con trozos de hueso. "Cuando llegué no había mucho que hacer", certificó Kirby. Su nombre era Colin Smith, 19 años, a cargo de una ametralladora, encaramado a una torreta, una posición que le hacía un blanco fácil. "Son buenos", repiten los heridos que llegan a Estados Unidos. "Son jodidamente buenos". Se toman su tiempo. Son pacientes. Los francotiradores buscan los puntos débiles. Disparan a los huecos del cuerpo que quedan sin proteger por el chaleco antibalas o el casco. El sargento Shawn Dempsey fue disparado en la espalda. Le salvó el chaleco blindado. El brigada Brown vive en continuo dolor, la bala se le encajó en el estómago. Le han seccionado parte del hígado, parte del páncreas, que se le reventó, parte del intestino En Washington rememora cada día qué hizo mal. Se recupera lentamente, pero sabe que nunca será el mismo.
"Tengo nueve balas y un rifle, todo un regalo para Bush. Voy a matar a nueve americanos", dice una voz en árabe en un vídeo de la insurgencia colgado en Internet. La propaganda del Ejército Islámico en Irak -suní- mina la moral de las tropas. Los francotiradores se multiplican. El líder de un grupo insurgente asegura que las técnicas bélicas desplegadas por sus hombres fueron extraídas del libro The ultimate sniper, del francotirador del Ejército estadounidense John Plaster, ya jubilado. Tienen la técnica, pero ¿y las imágenes? Junto al ojeador que busca la presa hay un cámara. Eso demuestra que la distancia a la que dispara Juba (o los Jubas) no es muy grande. Nunca más de 200 metros, muy por debajo de la capacidad de los francotiradores profesionales. El sargento Jim Gilliland, del Ejército de Estados Unidos, mató en Ramadi, en septiembre de 2005, a un enemigo que estaba a 1.250 metros de distancia, lo que supone un récord para fusiles de asalto.
Los marines se juntan para rezar. Antes, los funerales duraban 45 minutos. Ahora, cinco. Las bajas son demasiadas. Lo urgente no deja lugar para lo importante. Fuera espera un enemigo que les hace bailar en zigzag por las calles; nadie se mantiene parado. Si hay que hacerlo, se cambia el peso del cuerpo de un pie a otro, siempre en movimiento. Como una danza iniciática. Han tenido que cambiar sus hábitos, patrullan en vehículos blindados. Viven parapetados bajo sus férreos uniformes, haga el calor que haga. Exista Juba o no, lo que desean los militares es que su nombre nunca esté al lado del de Vassili Zaitsev, el cazador siberiano transformado en francotirador, en arma letal contra los alemanes durante la batalla de Stalingrado. Bang.
Cada vez apuntan mejor
Por C. J. Chivers
Karma, Irak, 3 de noviembre. La bala atravesó al cabo Juan Valdez-Castillo cuando su patrulla de marines recorría un enlodado paseo urbano. Fue un solo disparo. Cayó contra una pared. Intentó levantarse. Volvió a caer.
El jefe de la brigada, el sargento Jesse E. Leach, miró hacia el lugar de donde procedía el disparo, levantó su fusil lanzagranadas y rápidamente se interpuso entre el francotirador y el marine herido. Dio unos pasos hacia atrás, explorando, listo para disparar.
Protegiendo al cabo con su grueso cuerpo, le asió de una correa y le arrastró por una carretera enlodada hasta una hilera de cañas altas, donde ambos quedaban fuera de la vista. Bajó su arma, gritó órdenes y rasgó en dos el uniforme del cabo, dejando a la vista una herida que manaba sangre a borbotones.
El cabo segundo Valdez-Castillo, herido de bala en el brazo derecho y en el torso, se había salvado. Pero la patrulla quedó atrapada temporalmente. Los marines estaban inmersos en la tarea de pedir una evacuación por baja, y al mismo tiempo, apuntando con sus armas a las docenas de ventanas que tenían enfrente, como a la espera del siguiente movimiento de un fantasma.
Esta secuencia acaecida en la provincia de Anbar captaba en cuestión de segundos una amenaza cada vez más común en la guerra de Irak. En los últimos meses, los insurgentes acuden con más frecuencia a los francotiradores, y con mayores consecuencias, lo cual dificulta las operaciones militares y promueve el clima de frustración e ira silenciosa.
En todo Irak la amenaza se ha vuelto suficientemente seria como para que a finales de octubre el Ejército organizara una reunión interna para tratar el tema, compartir las experiencias de las tropas de combate y analizar tácticas para contrarrestarlo.
Conforme los equipos de francotiradores insurgentes se vuelven más activos, han ido desplegando mayor pericia, y seleccionan con cuidado sus blancos y las posiciones de tiro. Han desarrollado hábiles métodos de movilidad y ocultamiento y su puntería ha mejorado hasta el punto de ser suficientemente buena.
Para la infantería, los progresos de los francotiradores de Irak han creado peligros nuevos, a medida que un enemigo oculto va arrancando miembros de sus filas. Por lo general disparan una vez y desaparecen. A menudo abren fuego desde el lado contrario de obstáculos, como canales, lo cual limita la capacidad de la unidad para capturarlos o de responder con fuego.
Como parte de sus operaciones de contrainsurgencia, los marines que trabajan en Anbar tienen orden de contenerse, una política arraigada en la esperanza de ganarse la confianza de la población civil. Los francotiradores iraquíes parecen estar al tanto de estas órdenes y las usan para su propia protección. A menudo disparan camuflados entre los civiles, porque han observado que a menos que los marines tengan un blanco despejado, no disparan. En dos ataques de francotiradores presenciados por dos reporteros de The New York Times, el 30 y el 31 de octubre, los francotiradores dispararon camuflados entre los civiles. Los marines no respondieron.
El cabo segundo Colin Smith se encontraba detrás de una ametralladora situada en la torreta de un vehículo, una posición más elevada que la de los marines, a pie. Los tiradores de torretas van protegidos con escudos blindados, pero a menudo llevan la cabeza descubierta. Le dieron en el cráneo. Sobrevivió, pero cayó en coma y le han tenido que colocar respiración asistida.
El cabo Valdez-Castillo, que recibió un disparo al día siguiente, era operador de radio, uno de los blancos preferidos por los francotiradores desde que radios y fusiles se mezclaron en el campo de batalla hace muchas décadas. Una radio táctica puede proporcionar un enlace con morteros, artillería, refuerzos aéreos y otras unidades de infantería.
Diez marines, varios soldados del naciente Ejército iraquí y dos periodistas caminaban expuestos en una columna cuando se oyó un disparo y él cayó; probablemente, su antena le convirtió en el blanco preferido del francotirador. El cabo segundo Valdez-Castillo ha sido trasladado a un hospital militar de Landstuhl, Alemania. Su estado es bueno y ha hablado con su unidad.
Conscientes de los riesgos, los comandantes han cambiado las tácticas para reducir la vulnerabilidad de los marines y al mismo tiempo intentar mantenerlos en las calles, relacionándose con los iraquíes y buscando insurrectos y alijos de armas. Algunas unidades han limitado sus patrullas a pie durante el día, por considerarlas demasiado peligrosas. Siguen entrando a los barrios en vehículos blindados, se bajan y entran rápidamente en los edificios para interrogar a quienes se encuentran en su interior.
Por la noche siguen patrullando a pie. Los francotiradores iraquíes no han mostrado aún la capacidad necesaria para disparar con precisión en la oscuridad, y el equipamiento de visión nocturna y las miras de las armas de los marines les dan superioridad.
También cubren la mayoría de sus órganos vitales con corazas protectoras, que han salvado a varios de ellos de los disparos de los francotiradores iraquíes. Un marine, el sargento de artillería Shawn M. Dempsey, de la Compañía de Armas, recibió un disparo en la espalda mientras ayudaba a una niña a cruzar una calle. La armadura lo protegió. Sigue prestando servicio como comandante de pelotón. La fuerza del impacto, como cuando te golpean con un bate de béisbol, le hizo caer de rodillas. Un marine le arrastró rápidamente a cubierto. En seguida su escuadrón se dirigió hacia la fila de coches. El francotirador había escapado.
Después de que el cabo Valdez-Castillo fuera herido y evacuado, el sargento Leach, cubierto de sangre y empapado en sudor, dirigió a su equipo a donde se encontraba el resto de la patrulla. Cuando los marines regresaron al recinto, tuvo lugar una tensa reunión para informar de la operación. "Muévanse con rapidez por las áreas abiertas", repetían los suboficiales a los soldados. "No se suban a los escalones. Camuflen las radios. Abran bien los ojos y tengan los fusiles preparados". Poco se dijo de cómo matar al francotirador; los marines no sabían dónde estaba. Se pasaron cigarrillos unos a otros; los fumaron al sol, furiosos. "La próxima vez yo llevaré la radio", decía el cabo Peter Sprague. "Yo no tengo niños".
© The New York Times
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