Harturas y pastorales
Acaba de advertir Josep Antoni Duran Lleida ante el Consejo Nacional de Unió, reunido el sábado, que la gente "ha quedado harta" de debate identitario. Buen síntoma de esa hartura podría ser el retroceso en los índices de participación electoral registrados en el referéndum del 18 de junio sobre el nuevo Estatuto de Cataluña y en las subsiguientes elecciones autonómicas del 1 de noviembre. Índices que se situaron respectivamente en el 49,4% y en el 56,7%, frente a la concurrencia a las urnas del 59,7% de los censados en 1979, cuando fue refrendado el primer Estatuto, y del 62,5% en los anteriores comicios autonómicos, en 2003.
Otras harturas de la gente pueden detectarse respecto de la bronca en la que se ha instalado el PP para impugnar los intentos del Gobierno del presidente José Luis Rodríguez Zapatero para el logro del final dialogado del terrorismo etarra; para instrumentalizar a las víctimas en un proceso enmascarado por Francisco J. Alcaraz; para destilar insidias sobre la autoría de la masacre del 11 de marzo de 2004, a tenor de las cuales fue en la sede socialista donde se confeccionaron las mochilas de los trenes y el ácido bórico adquiere virtudes explosivas. El respetable soporta mal que los partidos sean tan tolerantes con los abusos urbanísticos perpetrados por los concejales que visten la camiseta con los colores del club mientras sólo saben denunciar a los alineados en los equipos contendientes.
Tampoco aguanta el público de a pie lecciones en torno al diálogo con quienes desistieran del terrorismo impartidas por los mismos miembros de la clerecía que en febrero de 1999 se planteaban "pedir perdón a los presos de ETA", a los que consideraban como "un mundo de excluidos". Entonces, en plena tregua anterior, cuando gobernaba Aznar, la preocupación sacerdotal se centraba en haber desoído "el grito de dolor que estalla en las mazmorras" y su preferencia manifestada era la de recordar que, como los antes mencionados, Jesucristo "fue encarcelado y torturado". Entraban también nuestros pastores en la manera de desarrollar el proceso de paz y demandaban que se llevara a cabo sin exclusiones porque la nueva situación requería a su entender "la presencia y el diálogo entre todos los partidos, también Euskal Herritarrok".
Un diálogo que preconizaban "sin la pretensión de doblegar la voluntad del otro para después hablar". Porque se trataba de una campaña "para desarmar la palabra" que en aquel tiempo impulsaban los titulares de las diócesis vascas. Como Iglesia querían prestar su colaboración al proceso de pacificación. Deseaban sostener la gran esperanza suscitada en la sociedad por la tregua. Propugnaban el cese de los obstáculos que venían inquietándoles y abundaban en las profundas razones de los cristianos para ser pacificadores.
Ahora, a tenor de una instrucción pastoral anunciada, la Conferencia Episcopal censura al Gobierno por abrir "viejas heridas de la Guerra Civil" y le acusa de utilizar la memoria histórica al servicio de una mentalidad selectiva. Que sean los obispos, herederos de quienes bendijeron la guerra en términos de Cruzada, se abstuvieron de patrocinar la clemencia cuando estalló la cruel represión de la victoria franquista y vivieron al socaire del nacional catolicismo del régimen suena muy distinto a la música celestial. Pero es que más allá de la indeseable herencia recibida, frente a la que aún se espera que tomen distancia, es la actual Conferencia Episcopal la propietaria de las ondas que cada mañana envenenan el despertar de los españoles y les encaminan por los senderos del odio y el antagonismo cainita para volver a las andadas.
Otra cosa es coincidir con afirmaciones de la Instrucción Pastoral según las cuales "la justicia, que es el fundamento indispensable de la convivencia, quedaría herida si los terroristas lograran total o parcialmente objetivos por medio de concesiones políticas que legitimaran falsamente el ejercicio del terror". O reconocer el progreso moral que supone oírles declarar que "a nadie le es lícito buscar ventaja política en la existencia del terrorismo". Veremos si la irrenunciabilidad de la victoria, de la que escribía el domingo Rafael Sánchez Ferlosio, deja espacio para algo.
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