Salta conmigo
Philippe Halsman, uno de los retratistas más prestigiosos del siglo XX, convenció a aristócratas, actores o vicepresidentes para que brincaran ante su objetivo en los cincuenta. Recuperamos algunas de estas sorprendentes y optimistas imágenes en el año del centenario de su nacimiento
Saltar repetidamente es divertido. Liberador. Uno de esos sentimientos universales. Además de la única forma, decía el escritor de ciencia-ficción Ray Bradbury, de descubrir, al batir los brazos, si uno es capaz de volar o no.
Para Philippe Halsman, una simple secuencia de saltos podía ser también un valioso elemento de juicio. Si no, pregunte a la novelista y cineasta de éxito Nora Ephron. A finales de los sesenta, una pequeña redactora con la misión de entrevistar al gran hombre. Al término de la conversación, Halsman le pidió que saltase para su objetivo. La chica, que conocía a la perfección el honor que aquello suponía, accedió halagada. Saltó tres veces y exactamente del mismo modo cada vez. Supuso que era justo eso lo que Halsman buscaba; el movimiento preciso. "Bueno", dijo él, "por lo que acabo de ver, es usted una persona muy determinada, ambiciosa y dirigida, pero nunca escribirá una novela. Sólo tiene un salto en su interior".
Afortunadamente para la revista Life, Halsman fue mucho mejor retratista que adivino. Con una marca de 101 portadas, firmó más veces en la primera plana del semanario que revolucionó el fotoperiodismo que ningún otro fotógrafo. Y entre todas, una que se publicó el 9 de noviembre de 1959. Sobre un fondo azul, Marilyn Monroe, sonriente, descalza, de espaldas, con los brazos pegados al cuerpo y los puños cerrados, miraba divertida a los ojos del lector. Se hallaba, por supuesto, a la mitad de un enérgico salto.
En aquella sesión, Marilyn "llevó la contraria a la gravedad", según recordó Halsman después, unas 200 veces. Cuando hubieron terminado, la actriz dijo a Halsman: "Philippe, si no has quedado contento, llámame para repetirlo. Aunque sea a las cuatro de la madrugada".
No extraña que el titular que acompañó la histórica foto de portada fuese: Marilyn, parte de una galería fotográfica saltarina. Con aquella imagen, la saltología de Halsman alcanzó su cima.
Todo había comenzado en realidad siete años antes, al final de una sesión de fotos con la familia Ford, magnates del automóvil, cuyo emporio cumplía medio siglo. Halsman descansaba con un trago en la mano preparado por Eleanor Ford (nuera de Henry). ¿Saltaría la gran dama de Detroit para su objetivo? "Nunca en mi vida había visto una expresión de mayor asombro", recordaría Halsman después. "¿En serio me está pidiendo que salte con estos tacones?", repuso ella.
Además de la primera de una serie de 198 retratos de contagioso optimismo que tomaría Halsman en los siguientes años y reuniría en 1959 en el libro Jump book (El libro de los saltos), aquélla fue otra muestra del gusto por el juego y el poder de persuasión del fotógrafo. El mismo que le sirvió para convencer, al final de sus sesiones de fotos, al vicepresidente Richard Nixon, poco sospechoso de tomarse las cosas a la ligera, a dar en una dependencia de la Casa Blanca un tímido saltito de seminarista. O al escritor Aldous Huxley, un octogenario juez Learned Hand o el físico J. Robert Oppenheimer, director del Proyecto Manhattan, que desarrolló la bomba atómica. O los duques de Windsor, a los que retrató con los zapatos cuidadosamente colocados a un lado del punto de propulsión.
Aparte estaban los actores, por naturaleza más inclinados al juego. Anthony Perkins, Grace Kelly, Jacques Tati, Audrey Hepburn, Brigitte Bardot, Gina Lollobrigida Y Dean Martin y Jerry Lee Lewis, a los que no hubo que pedirles nada: saltaron por propia iniciativa durante una serie de retratos de cómicos de la NBC que la cadena de televisión encargó a Halsman en 1950. A aquella espontaneidad atribuiría después el fotógrafo la primera inspiración para su proyecto.
Con los años, Halsman se dio cuenta de que "muy en el fondo, la gente quería saltar y lo consideraba divertido", escribió. Un punto de vista que refuerza el hecho de que pocas personalidades declinaran la invitación (el pianista Van Cliburn; la leyenda del periodismo televisivo Edward R. Murrow; el 31º presidente de Estados Unidos, Herbert Hoover, o la primera dama Eleanor Roosevelt) y que sólo un puñado de los que accedieron prohibieran que se publicasen al verlas.
Además del encanto y el sentido del humor que se adivina en el tipo pequeño de gafas de pasta y pinta simpática que se ve en los retratos de Halsman, su capacidad de persuasión se cimentaba en la rara habilidad de crear retratos icónicos, de los que acuden a la memoria colectiva al mencionar el nombre de una personalidad. Suyas son, por ejemplo, la fotografía del joven cómico judío llamado Woody Allen, el retrato despeinado de Einstein, el perfil con puro y pájaro de Alfred Hitchcock o el plano corto de los bigotes hirsutos de Dalí.
Con el pintor español le unió una relación de más de treinta años de retratos. De él tomaría el regusto surrealista que se deja sentir en estas fotografías saltarinas; sobre todo, en una de sus obras más famosas, una imagen titulada Dalí atomicus (1948). En ella se ve al genio con un pincel en la mano, suspendido en el aire, con tres gatos, una silla, un lienzo y un montón de agua volando por los aires. Hicieron falta cinco horas y que los ayudantes de Halsman arrojasen los gatos y el agua 26 veces para conseguir una obra que acabaría seleccionada para la exposición Cincuenta grandes fotografías de la primera mitad del siglo XX. Halsman, entre cuyas virtudes hay que añadir la modestia, dijo entonces: "Que una foto mía acceda a este honor dice muy poco de estos 50 años".
Mucho antes de reconocimientos como éste y de su trabajo en Life (para la que siempre trabajó como colaborador, nunca aceptó un contrato fijo), Halsman también se ganó cierta reputación en la Europa de entreguerras. Nació en Riga (Letonia) en 1906, y creció como el hijo de un dentista y un ama de casa judíos de la alta burguesía. A los 22 años, cuando era estudiante de ingeniería en Dresde (Alemania), se reunió con su familia para pasar las vacaciones de verano en un pueblo cerca de Innsbruck (Austria). Un día, padre e hijo fueron de excursión por las montañas tirolesas. El primero se despeñó y murió. Sin ninguna prueba, las autoridades locales, contagiadas por el creciente antisemitismo que sobrevolaba Centroeuropa, acusaron y encarcelaron a Philippe por el asesinato de su padre. Pasó dos años en prisión y fue amnistiado gracias a la presión de intelectuales como Thomas Mann, Freud o Einstein.
Halsman tuvo tiempo de sobra en la cárcel para tomar la decisión de su vida: convertir la fotografía, su hobby de siempre, en una profesión. Mudado a París, se estableció como retratista profesional en un estudio cercano al barrio bohemio de Montparnasse. Hacia 1938, y gracias a su trabajo como retratista de actores de teatro y su determinación por superar las dificultades técnicas con ingenio, Halsman ya gozaba de reputación y de un portafolios que incluía personalidades como André Gide, Malraux o Marc Chagall (a quien, por cierto, haría saltar en 1955).
Pero el comienzo de la II Guerra Mundial le impidió, con todo, gozar de la reputación ganada. En 1940, y con los nazis a las puertas de la ciudad, Halsman pudo, con la ayuda de Einstein, emigrar a Estados Unidos al encuentro de su mujer, la fotógrafa Yvonne Moser. Al llegar, Einstein escribió, sobre su mesa en Princeton, una carta en la que le auguró "un gran éxito" en su nuevo país.
Por suerte, el físico sí se reveló como mejor adivino que Halsman, y el pequeño judío letón de la cámara Rolleiflex que no tenía ni amigos, ni idea de inglés, fue encadenando trabajos en la agencia Black Star y el Saturday Evening Post y en publicidades para Elizabeth Arden, hasta que recibió, en 1942, su primer encargo para Life. Del encuentro de Halsman con el editor de entonces, Wilson Hicks -pionero del fotoperiodismo tal como lo entendemos y autor de la frase "nunca antes tanto del mundo, ni tan juiciosamente seleccionado, había sido visto en un solo lugar y en una sola semana como en Life"-, surgió una colaboración que dio como resultado más de cincuenta portadas de la revista en nueve años.
Entonces, con Halsman asentado como uno de los fotógrafos más prestigiosos del país, la saltología conquistó su visión del mundo. No sería, en todo caso, correcto decir que él inventase el salto como objeto fotográfico. Por ejemplo, Martin Munkacsi, húngaro emigrado a EE UU, autor de la célebre imagen Tres niños en el lago Tanganika, prodigio de composición y movimiento y la obra que decidió a Cartier-Bresson a consagrar su vida a la fotografía, ya había hecho saltar a una modelo en una playa de Long Island en 1933.
De lo que no cabe duda es de que nadie demostró una pasión por los saltos que llegase al punto de dedicarlos un libro con una extensa introducción escrita por él mismo. En el prefacio de Jump book, Halsman disertó, con una mezcla de academicismo y sorna, sobre la ciencia que bautizó como saltología. Escribió: "En este punto, los lectores bien documentados (los que no lo son, se saltan las introducciones) se preguntarán: todos estos saltos están bien, pero ¿para qué sirven? [ ] Toda nuestra civilización, comenzando por nuestra temprana educación, nos enseña cómo disimular nuestros pensamientos. [ ] Todo el mundo lleva una armadura. Nos escondemos tras una máscara. [ ] Durante el salto, el sujeto, en un repentino arrebato de energía, se ve sobrepasado por la gravedad. No puede controlar sus expresiones, sus músculos faciales. La máscara cae. La verdadera personalidad se vuelve visible. Uno sólo tiene que atraparla con su cámara".
Los críticos, que captaron la broma de la falsa teoría, comenzaron a llamar estas fotografías de saltos "el test Roschasch de Halsman", en referencia a la prueba basada en la interpretación de manchas amorfas ampliamente utilizada en psicología. Del análisis de las fotos, Halsman sacaba curiosas conclusiones acerca de la naturaleza humana. Por ejemplo, los saltos americanos son distintos de los británicos. Los presidentes de las compañías tienden a brincar con los brazos doblados y los periodistas los pegan al cuerpo. Y entre todos los hombres, el duque de Windsor fue el único que se descalzó antes de aplicarse a la tarea.
Después de aquel libro, Halsman aminoró el fervor por los saltos, aunque continuó trabajando, como fotógrafo y profesor, hasta su muerte, en Nueva York, en 1979. Siempre en el campo del retrato y trascendiendo al constreñido mundo de las celebridades. Para él, todas las caras escondían "el misterio de un ser humano". "Capturarlo se ha convertido en la meta y la pasión de mi vida", escribió.
¿Cómo lo conseguía? En su libro Halsman at work, la respuesta tomaba la forma de un chiste. "El del francés que conocía 32 formas distintas de hacer el amor, pero había olvidado la natural. Uno no debe evitar esto. La primera regla es: recuerda el modo natural y directo. Es el más poderoso. Por raro que parezca, se olvida a menudo".
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