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Columna
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Esclavos felices

El bilbaíno Juan Crisóstomo Arriaga compuso con tan sólo trece años la ópera Los esclavos felices. No lo recuerdo por la celebración este año del bicentenario de su nacimiento. Tampoco por motivos musicales. He recordado la ópera del llamado (hace tiempo, no ahora y menos aún mañana) "Mozart español" a causa de las declaraciones de dos miembros de ETA; dos dirigentes de la banda armada que nos han recordado, por si no lo sabíamos o lo habíamos olvidado, que pertenecemos, en tanto que ciudadanos vascos, "a los últimos pueblos esclavos de Europa".

Debe ser angustioso, tirando a insoportable, tener la certidumbre de que uno pertenece a un pueblo esclavo. Uno empieza, supongo, haciéndose a la idea de que ha nacido dentro de un pueblo esclavizado y termina, deduzco, organizando un movimiento de liberación que, después de cuarenta años, deja un rastro de muertes inútiles y una resaca de mala retórica (no hay retórica buena). Una tragedia absurda. Un puñado de hombres y mujeres empeñados en liberarnos de la esclavitud a golpe de secuestros, extorsiones, asesinatos, bombas indiscriminadas, sangre y fuego. Y todo para nada. Para que los esclavos no se lo agradezcan. Para que los esclavos malagradecidos sigan haciendo cola en los hipermercados, endeudándose hasta la cejas para hacer frente al crédito del monovolumen, a la hipoteca con vocación de eternidad, a la televisión de plasma, a cualquier cosa que funcione con mando a distancia, lo mismo que las bombas, pero sin cloratita o goma dos. Una auténtica tragedia grotesca.

Los esclavos, a pesar de todos los pesares, son partidarios de la felicidad, igual que la generación de los cincuenta, obstinada en vivir y beber hasta la saciedad. Bien es verdad que las versiones de la dicha han cambiado, pero el caso es que todos, de una manera u otra, tratamos de construir nuestro paraíso a plazos. Los esclavos queremos ser felices. No renunciamos a la felicidad y, hay que reconocerlo, en el país de los vascos tampoco nos lo han puesto demasiado difícil. Los miembros de este pueblo esclavizado disfrutamos de unos derechos y unos niveles económicos realmente envidiables, sin hablar de capítulos como el de la gastronomía, gracias al cual algunos vascos han conseguido fama, prestigio y fortuna. Unos esclavos, en general, muy bien alimentados, bebidos y comidos. No es la Arcadia, pero vista desde lejos (pongamos desde Africa) podría parecerlo.

Los dirigentes de la banda etarra creen en lo que dicen, no lo dudo, pero en el fondo saben que han fracasado de manera completa. Los esclavos han tenido la culpa. Los mismos que los próximos días 6 y 8 de diciembre tratarán en el BEC de Barakaldo de obtener una plaza en el Servicio Vasco de Salud. 70.000 ciudadanos intentarán hacerse con alguna de las 2.600 plazas convocadas por Osakidetza. Casi treinta candidatos por plaza, aunque seguramente algunos se desanimen antes de que los examinadores enuncien las preguntas del examen.

Los esclavos, antes que libres, quieren ser felices. Quieren ser celadores, auxiliares de enfermería, operarios de servicios, enfermeros, médicos de atención primaria... Los esclavos quieren ser funcionarios y tener un salario seguro que los permita hacerse su paraíso a plazos y comprar de una vez ese monovolumen, meterse en la hipoteca con vocación de eternidad, ver los partidos de la liga de fútbol en la pantalla plana de un televisor de última generación y hacer cola en la caja del centro comercial con un carro cargado hasta los topes y empujarlo igual que quien arrastra el cofre del tesoro, igual que quien arrastra y se hace dueño de un botín de guerra.

Es difícil pensar en otra cosa cuando uno empuja un carro cargado hasta los topes con productos que no necesita o necesita poco en la cola de un centro comercial un viernes por la tarde. Es difícil pensar en la tragedia que nos acompaña desde hace varios siglos. Difícil recordar, detrás de nuestro carro, que habitamos en un pueblo esclavo. Somos esclavos de demasiadas cosas, de demasiados sueños, de demasiados cuentos (lo contó León Felipe), de demasiados carros. El carro de la compra pesa mucho. Hay que alcanzar la caja y pagar el botín. Después de tanto esfuerzo nos premiaremos con una hamburguesa XXL. Durante un cuarto de hora quizás seamos felices.

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