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Columna
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Discurso de la bicicleta

José María Ridao

La estrategia para acabar con el terrorismo seguida por el Gobierno podría estar aproximándose a un punto ciego. Como ya sucedió en ocasiones anteriores, los terroristas y su entorno parecen estar multiplicando acciones y mensajes semejantes a los que, en el pasado, precedieron al retorno a la violencia, al tiempo que el Gobierno no intenta ocultar su creciente decepción. La oposición, por su parte, da muestras de tener prisa por cobrar los réditos electorales de una operación que considera definitivamente fracasada, a juzgar por el mezquino documento de exigencias al Ejecutivo que hizo público hace apenas unos días. En realidad, se trataba del último movimiento para colocarle tras los talones la línea de no retorno: se exige a grandes voces que el Gobierno abandone la vía emprendida para que, de hecho, no le quede otro remedio que enredarse en ella.

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Si al final resultara que, según todos los indicios, los terroristas han iniciado el desenganche, sólo existiría una salida honrosa para las fuerzas democráticas, para un Gobierno que tal vez no debió haber empezado a solas lo que empezó y para una oposición que nunca debió hacer lo que hizo: la salida de parar máquinas, de volver a un mínimo consenso y dejar que sean los terroristas, y sólo ellos, quienes tengan que tomar la decisión de quedarse donde están o volver abiertamente a las andadas. Al menos en este punto, no son los demócratas los que debieran estar divididos, sino los terroristas y su entorno. Sobre ellos tendría que pesar el riesgo de la escisión y no sobre nosotros el fantasma de la fractura política y social. Entre otros motivos porque si son ellos los que se dividen, puede que algunos acaben por tomar distancia e, incluso, desistir de la carrera criminal, según ocurrió al inicio de la Transición. Pero si, por el contrario, fuéramos nosotros los que padeciésemos la fractura, entonces les habríamos puesto fácil encastillarse en la inmoral ambigüedad de sostener, por un lado, que "la rama de olivo" sigue levantada, mientras que, por el otro, intentan abrasar a un policía.

Parar las máquinas tendría que significar, en cualquier caso, parar las máquinas, todas las máquinas, en todas y cada una de las instancias políticas. Estarían fuera de lugar, así, los llamamientos del Parlamento y el Gobierno vascos a favor del mantenimiento del diálogo cuando, en contra de las previsiones de la resolución del Congreso, con la que también se comprometieron los partidos nacionalistas, la violencia ha vuelto a aparecer. Puede que resulte irresistible en algunos sectores del nacionalismo la tentación de continuar apelando a la esperanza y, apoyándose en ella, avanzar en la constitución de la mesa de partidos, como fórmula para desembarrancar. Es más, puede que los terroristas y su entorno confíen en que, bajo la presión de sus acciones, los contactos se aceleren y hasta lleguen a dar algún resultado, con lo que podrían apuntarse el remedo de éxito que necesitan para ofrecer lo que, seguramente, disfrazarían como un último gesto de buena voluntad. Nadie que no pertenezca a los sectores del nacionalismo dispuestos a continuar a pesar de la violencia se dejaría arrastrar por esa pendiente política, con lo que, al final, el discurso de la esperanza, o en fin, de la bicicleta, según la metáfora poco inspirada del lehendakari, no acabaría en otra cosa que un nuevo monólogo entre nacionalistas, como el que ya se produjo, y fracasó, durante la tregua anterior.

Si la estrategia en vigor para acabar con el terrorismo se estuviese aproximando, en efecto, a un punto ciego, el momento volvería a ser, con tantas o más razones que hasta ahora, el de recuperar la unidad de los demócratas, de todos los demócratas, no el de lanzarse al reparto de cascotes o de beneficios.

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