El proceso del proceso
Como efecto de una maldición, numerosas cuestiones políticas tienden hoy hacia el punto supremo de la reiteración. Desde el Prestige al Estatut, desde el 11-M a la especulación inmobiliaria, abundantes acontecimientos trufados de embutido político se resisten a disolverse o metabolizarse. Aparecen y se atoran, se presentan y vuelven a representarse en una angustiosa ordalía sin fin. El ejemplo de significación mayor se condensa ahora en el "proceso de paz" o, siendo mucho más exactos, en el "proceso del proceso".
¿Hasta cuándo proseguirá? La pregunta se revela impertinente porque la enfermedad que cruza desde los ámbitos políticos a los medios de comunicación cursa hacia un enroscamiento fatal. En estas condiciones muy cerradas, romper la tendencia se hace tan difícil como arrancar un dulce a un niño. Así Freud mostró cómo la práctica de la repetición se encuentra unida al principio del placer y de una manera especialmente voluptuosa en los deleites infantiles.
Repetir un movimiento, una frase, un estribillo, sirve de conjuro contra la indeterminación. También constituye una protección contra el experimento, la novedad y hasta el progreso. La repetición nos libra de la imprevisión y de sus posibles amenazas, pero también de todo avance en el pensamiento puesto que la repetición -decía Deleuze- es como "la diferencia sin concepto".
En ello estamos. Cuando apenas se ha escapado de los senos del ácido bórico nos hundimos en las vísceras del "proceso de paz"; cuando suponíamos que el Tripartito había desaparecido regresa de carne y hueso; cuando creíamos definitivamente sumergido al Prestige reflota como un fantasma que aún espera la intervención judicial. La materia política se prolonga como una plaga incombatible tal como si su eventual suceso de fama no aceptara abandonar la escena tras concluir la función.
Y no sólo se trata de la función doméstica. La insistencia en la repetición se reproduce en asuntos como el del conflicto israelo-palestino, en la guerra de Irak o Afganistán, en la inmóvil Unión Europea y tantos otros coágulos mundiales. La historia política, una vez que ha agotado su larga sesión del siglo se niega a una nueva vida fluida o, simplemente, a cambiar de vida.
En otros sectores contemporáneos, sea la comunicación o la biología, su grado de transformación impide incluso la medida de los cambios pero en lo político el juego se ha ralentizado hasta acercarse a la inanición: partidos de un signo u otro que empatan electoralmente una y otra vez como boxeadores sonados, conflictos diversos en donde los mandatarios chocan como muñecos de madera, memorias históricas o cuentos idílicos para eludir el miedo a un presente inédito.
El mal político de la repetición refrenda la sospecha de que la política hoy resulta ser tan sólo una política "para sí". Un movimiento que se abastece de su cuerpo y se convierte en un ser autónomo en implacable corrosión, aislado del contexto e intoxicado de su respiración. Vicioso del placer de la repetición que en definitiva buscará mantener la excitación de su organismo al más bajo nivel posible y, en su extremo, alcanzar la quietud de lo inorgánico o el mínimo grado de productividad social.
El Prestige eternamente encallado ante la justicia indolente, el "proceso de paz" atascado en la obcecación, la especulación inmobiliaria reiterada hasta el placer. Pero también, fuera de España, la Europa sin marcha política, la corrupción -sin término- de los partidos, el sistema de representación despojado de eficacia democrática, los líderes sin otro ánimo que el hastío de poder.
Reiteraciones del tiempo que los punkis asociaban hace años al pronóstico de no future y que ahora, cuanto todo lo demás evoluciona deprisa, la vida política se reinterpreta como una vieja murga. O como el tufo más antiguo del proceso evolutivo, el rancio olor del proceso del proceso al amparo de las declaraciones oficiales y los ya embotados medios de comunicación.
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