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Las raíces del terrorismo islámico
Columna
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Lo malo de Irak

Lo malo de la guerra de Irak es que como revulsivo ha sido más bien modesto. Nadie duda de que la calamitosa aventura militar norteamericana ha sido decisiva para que en las elecciones de la pasada semana el partido republicano perdiera ambas cámaras, Representantes y Senado; ni tampoco, que el presidente George W. Bush apenas tenga hoy margen de maniobra exterior, convirtiéndose en lo que la germanía de Washington llama pato cojo, o a la europea, un cadáver político. Hay vivos, sin embargo, cuya existencia es mucho menos rotunda que la de tan notable difunto.

La invasión y ocupación de Irak ha generado miles de muertos propios y ajenos, aunque sobre todo ajenos; una gigantesca destrucción de todo lo que en el país recordara materialmente a la modernidad; la liquidación para bastantes años de la industria petrolífera; la apertura de un nuevo frente favorable al terrorismo de Al Qaeda, que se ufana de tener allí 12.000 agentes en armas; y agrandado hasta la categoría de lo exangüe la herida en el mundo árabe, causada por todo aquello de lo que culpa a Occidente. Como unas viñetas de Mahoma de destrucción masiva.

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En todas las catástrofes anteriores ha tenido una participación destacadísima, como gran autor intelectual, el presidente de Estados Unidos. Y el pueblo norteamericano, aunque está disgustado, tampoco se ha movilizado por ello. En las elecciones al Congreso ha votado el 41% del electorado, ni poco ni mucho, como siempre; y de ellos, según las encuestas, un 57% declaraba haber votado en contra de Bush a causa de la guerra, en lo que virtualmente era un referéndum sobre su mandato; es decir, que ante una de las mayores barbaridades perpetradas en las últimas décadas, el votante se ha pronunciado negativamente a la altura de un escueto 23% o 24%. Por ello, los demócratas han ganado en el Senado por la piel de los dientes, y en la Cámara sólo han ligado una mayoría similar a la que tenían los republicanos antes de tan sucinta debacle.

No se trata de minimizar el resultado. Bush no puede permitirse ya ciertas alegrías y por mucho que forcejee el primer ministro israelí, Ehud Olmert, esta semana de visita en la Casa Blanca, Irán está hoy más seguro que ayer de que, al menos Washington, difícilmente puede pasar a mayores; y otro tanto, Corea del Norte. Pero es estrambótico calificar de cadáver político a aquel por cuya causa, y poderosamente secundado por los asesinos del integrismo islámico, seguirá creciendo en Irak el número de cadáveres de carne y hueso. El presidente puede que esté catatónico, pero su colosal dislate permanece.

Bush tratará en los próximos meses de salvar lo esencial de su estremecedor legado, al tiempo que suelta lastre ante los demócratas que trabajan ya para las presidenciales de 2008. Por eso, la palabra más repetida en los próximos meses en Washington será retirada o su versión adormecedora, redespliegue, que significa irse pero quedándose. De aquí a esas elecciones el número de 140.000 o más de soldados norteamericanos en Irak descenderá todo lo que sea posible sin poner en peligro la continuidad de un Gobierno en Bagdad que no es títere, pero difícilmente capaz de sostenerse por sus propias fuerzas. Consentir, con una retirada de verdad, la caída de los chiíes que se han prestado -pero sólo temporalmente- a hacer de sátrapas de Estados Unidos equipararía Bagdad a Saigón, y no se sabe qué sería peor para el candidato republicano que pretenda suceder a Bush en las presidenciales, si el mantenimiento de la guerra en su cruento vigor contemporáneo, o una estampida como en Vietnam del Sur hace 30 años.

La autenticidad de los propósitos norteamericanos de retirada sólo la determinará, sin embargo, lo que ocurra con las cuatro bases que se están levantando en el país con el objeto de que una guarnición permanente, pero casi invisible, garantice que Irak no cambie de campo y vuelva a ser enemigo activo de Israel. Eso sería el redespliegue. Y tampoco parece que en los dos años que le quedan a Bush la película vaya a progresar hasta el final; ni redespliegue ni retirada van, verosímilmente, a llegar a ese punto decisivo en el que Washington tenga que optar por irse o quedarse, aunque ya sabemos qué prefiere el finado presidente.

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