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Una propuesta ética

En presencia de los primeros ministros de Turquía y de España, el Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones entregó ayer al secretario general de la ONU el documento de recomendaciones que ha elaborado conforme al mandato recibido a finales de 2005. Sobre esta base, Kofi Annan presentará antes de finalizar el año su Plan de Acción a la comunidad internacional. Culmina así la fase de configuración de la propuesta y se abre, en 2007, la de su puesta en práctica. Será entonces cuando todos estaremos llamados a coadyuvar a esta tarea. Y, en la parte que nos toca a los españoles, a hacerlo para empezar en nuestra propia casa.

No basta, sin embargo, que estén emplazados a la cita los Estados miembros de las Naciones Unidas y las organizaciones internacionales. Es la sociedad civil, la ciudadanía, la que tiene que movilizarse, participando activamente en la empresa común y exigiendo a sus respectivos gobiernos tanto el desarrollo y la ejecución de las medidas concretas del plan cuanto, sobre todo, la observancia de los principios que lo inspiran.

Esta iniciativa inédita se caracteriza por su triple condición de proyecto eminentemente político, que se distingue por ello de otros de contenido cultural o interconfesional; por su vocación global, como global es la amenaza del extremismo que trata de combatir, y por el objetivo de seguridad que persigue para la preservación de la paz y de la estabilidad internacionales. Es este conjunto de rasgos propios, unido a su propósito fundacional de hacer de ella un instrumento operativo en manos del secretario general de la ONU, lo que le proporciona un valor añadido y un perfil propio. Pero siendo todo esto, la Alianza de Civilizaciones es algo más.

Se trata, en primer término, de un llamamiento al rearme moral de la comunidad internacional contra el fatalismo del diagnóstico huntingtoniano que presupone dar ya por irremediable la fractura entre las civilizaciones y las culturas; entre las que representan a los mundos musulmán y cristiano secularizado, a Occidente y al Islam. Se trata asimismo de una convocatoria mundial contra la claudicación y el abatimiento en el combate contra el extremismo y contra su manifestación más radical, el terrorismo. Nada es inevitable si estamos resueltos a afrontarlo mediante el recurso a las necesarias medidas policiales. Pero éstas serán insuficientes si no extirpamos simultáneamente sus raíces más profundas. Por eso el nuestro es un combate por otros medios, basado en un concepto blando de la seguridad, ya que el origen del mal que pretendemos atajar está en las mentes y en los corazones.

Pero esta Alianza tiene ante todo una dimensión ética cuyo alcance a nadie debe escapar. Porque está presidida por un puñado de consideraciones morales que son las que deberán imponerse ante el escenario que comienza a asomar en el horizonte del siglo XXI. El del mundo multipolar que ya se vislumbra. El de una nueva relación de fuerzas que llevará aparejado el paulatino debilitamiento de la por ahora incontestada hegemonía unipolar. A esta mutación se suma el impulso de un creciente clamor universal por la moralización del clima internacional imperante. Será en ese nuevo concierto de naciones donde una Europa ampliada también a Turquía tendrá que asumir el protagonismo que le corresponde -a menos que renuncie a esta responsabilidad histórica- en tanto que una de las potencias mundiales, y hacerlo en términos políticos, económicos y militares pero también, y sobre todo, morales.

Estamos asistiendo en la actualidad a un serio deterioro de los derechos humanos, de esos valores que siempre se predican de las democracias occidentales pero cuya aplicación se está viendo desmentida demasiadas veces por los hechos. Denunció hace ya meses este daño el arzobispo Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz, en una intervención lapidaria en el Grupo de Alto Nivel del que forma parte: lo que él calificó de "relajación del hábeas corpus", aquella conquista memorable del mundo anglosajón. "An horrible déjà-vu", añadió, recordando el pasado régimen de apartheid en su país.

Para ser viable, entre las muchas asechanzas que lo esperan, es preciso que el nuevo orden mundial esté sujeto a unos principios rectores que hoy están en entredicho. Son, en particular, el multilateralismo eficaz bajo la égida de unas Naciones Unidas decididamente respaldadas por todos sus miembros en su papel de actor decisivo en la escena mundial; el acatamiento, sin fisuras ni atajos leguleyos, de la legalidad internacional, y la primacía de un valor superior que todo lo resume, la dignidad humana. ¿Podemos renunciar a este empeño por considerarlo una utopía irrealizable?

Es precisamente en esta coyuntura crepuscular cuando irrumpe la Alianza de Civilizaciones. Ello no debe sorprender. Porque estos principios ya estaban presentes en el origen de la propuesta y son los que regirán sus pasos en el futuro. Son los mismos parámetros que, desde la primera hora, inspiraron la visión política de quien la lanzó hace ahora poco más de dos años. Fue ante la Asamblea General de las Naciones Unidas donde el presidente del Gobierno evocó estas prescripciones de moralidad pública a escala universal: el apoyo resuelto a la organización multilateral por excelencia; el respeto del derecho internacional, la observancia irrestricta de los derechos humanos, la democracia y la cultura de paz. La cultura de paz que promueve la moderación, el diálogo y el aprecio de la diversidad y que rechaza el odio y la intolerancia, el extremismo en una palabra.

Tampoco fue producto de la improvisación semejante catálogo de premisas éticas. Respondía a una línea de pensamiento coherente; a una postura ideológica consistente a lo largo del tiempo, tanto en la oposición como en el poder. Para desentrañar el origen de este armazón doctrinal basta mirar atrás y remontarse, medio año antes, a la presentación que hizo Rodríguez Zapatero del programa electoral del partido socialista, y a su discurso de investidura el 15 de abril de 2004. En estos dos pronunciamientos estaban presentes los mismos postulados que aparecerían más adelante en su intervención del 24 de septiembre en Nueva York. Los reiteró con ocasión de la clausura del Encuentro sobre Democracia, Terrorismo y Seguridad organizado por el Club de Madrid a comienzos de marzo de 2005 y, de nuevo, en la Cumbre de la Liga de los Estados Árabes celebrada dos semanas después en Argel. Ha vuelto sobre ellos recientemente. En la VI Cumbre ASEM reunida en Helsinki en septiembre pasado: "Aceleremos las decisiones que nos llevarán a un mundo justo y más seguro; fortalezcamos las Naciones Unidas, el multilateralismo y la legalidad internacional; cumplamos también los Objetivos del Milenio para la erradicación de la pobreza y la miseria; y construyamos juntos una verdadera Alianza de Civilizaciones".

Es la ideología, ciertamente. Lo que marca la diferencia. La que está en las antípodas de aquel otro pensamiento que fue tomando cuerpo en la política exterior española a lo largo de los ocho años anteriores. Se resumía éste en el unilateralismo, en un atlantismo exacerbado, en los desastres de la guerra y en un mal disimulado desprecio por las Naciones Unidas herencia del pensamiento neoconservador, fuente de la que con tanta fruición sigue bebiendo alguno entre nosotros.

Máximo Cajal es embajador de España.

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