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Reportaje:

La plácida vida de Tom Waits

El cantante y actor publica el triple disco compacto 'Orphans', con 30 piezas inéditas

Diego A. Manrique

Apenas ofrece conciertos, pero Tom Waits no para de hacer música. Nunca confundió creatividad con técnica o tecnología y eso explica que el próximo día 20 publique el formidable Orphans, tres discos con 56 piezas (dos de ellas son narraciones escondidas al final), de las que 30 son inéditas.

Dejando aparte su vocación iconoclasta, se podría afirmar que, en comparación con Bob Dylan y otros cantautores de la primera división, Waits es una verdadera máquina de parir canciones. La productividad de Tom Waits (Pomona, California, 1949) es, asegura, consecuencia directa del estilo de vida burgués que adoptó a principios de los ochenta, tras dejar atrás el alcohol y demás lastres de la bohemia. Casado y con tres hijos, reside en la zona vinícola situada al norte de San Francisco, integrado en una pequeña comunidad. Goza de la confianza de los padres del colegio al que van sus chavales. Como disfruta de más tiempo libre que ellos, le encomiendan llevar a los escolares en excursiones educativas. Un día, les acompañó en una visita a una fábrica de guitarras; ninguno de los artesanos le reconoció. Al poco, llevó a los críos al vertedero municipal y allí sí, los trabajadores le pidieron autógrafos.

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Es una de las anécdotas que Waits repite con mayor deleite. Cuando edita un trabajo, su compañía le monta citas con periodistas cerca de su casa. Su mujer, Kathleen Brennan, que ahora firma las composiciones con él, no concede entrevistas pero Tom nunca decepciona. Se baja de un coche destartalado en algún café o restaurante pintoresco, apto para que el cantante desarrolle su personaje: el observador de las excentricidades de sus paisanos, el coleccionista de misceláneas, el reciclador de los desechos de la sociedad. Estereotipos que disimulan su secreta tarea: destapar las historias de desdicha, locura, idealismo que yacen en los cimientos del Sueño Americano. Esas entrevistas son la única concesión al marketing discográfico.

Waits ignora las reglas de la industria, desde las apariciones en televisión a las giras exhaustivas para vender el nuevo producto. Raciona las actuaciones, asegura que así evita que se asfixien sus canciones con la repetición del ritual. No siempre visita las capitales mediáticas; en agosto, dio ocho recitales en ciudades como Memphis y Louisville. Su explicación: "Teníamos que pasar por Tennessee para pillar fuegos artificiales y en Kentucky alguien me debía dinero". Parece inmune a los halagos: ignora los eventos en su honor, como Waitin' for Waits, en Palma de Mallorca, y Waistock, en el Estado de Nueva York. Por el contrario, montó un concierto para ayudar a los gastos legales de un antiguo amigo, acusado de tráfico de drogas.

Inflexible para preservar su arte, Tom rechaza patrocinios y huye de las habituales promociones conjuntas con tiendas digitales o cadenas de cafeterías. "No quiero que alguien oiga una canción mía y piense en hamburguesas". Y lleva a los tribunales -incluso en España- a las agencias publicitarias que, saltándose su veto total, osan utilizar su música, plagiar sus canciones o contratar a imitadores; así ha ganado suculentas indemnizaciones que, vaya, le compensan por los contratos chungos que firmó en los setenta.

Finalmente, se trata de preservar el valor intrínseco de su música y mantener la libertad expresiva. Orphans exhibe su asombrosa paleta, que va del boogie peleón a las baladas rompecorazones. Todo cantado con su voz de ogro del Misisipi y tocado con músicos que simpatizan con su estética del desguace. Aunque haya temas de belleza convencional, Waits y sus operarios disfrutan sacando al aire las tripas de una melodía, buscando la asimetría en los arreglos, deformando las estructuras. De vez en cuando, canta a solas con su piano o con ritmos bucales.

Las abundantes versiones de Orphans remachan que Waits ha metabolizado a Kurt Weill y Leadbelly, los Ramones y Jack Kerouac, Frank Sinatra y Blancanieves y los siete enanitos. Es capaz de advertir el pathos de King Kong, infantil canción de Daniel Johnston basada en la película, y convertirla en un áspero himno a los marginados.

En los temas originales, no se corta. Cuando se le agota la libreta donde apunta ideas o curiosidades, abre una enciclopedia y recita con fondo de jazz nervioso -Army ants- las costumbres sexuales de la mantis religiosa.

También recorta noticias de los periódicos: menciona a Kissinger y Bush cuando desmonta el gran consenso de Washington -la bondad del apoyo total a Israel- con Road to peace, retrato de un terrorista suicida palestino y la consiguiente venganza israelí: "Encontraron un biberón y un par / de zapatos diminutos y los agitaron / frente a las cámaras, pero Israel / dijo que no sabía que / había una mujer y un niño en el coche".

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