Los antiecologistas estadounidenses
Como estadounidense, me siento consternado y avergonzado por la falta de liderazgo de mi país a la hora de hacer frente al calentamiento global. Las pruebas científicas sobre los riesgos se acumulan a diario, como documentaba más recientemente el magistral Stern Report inglés. Sin embargo, a pesar de que Estados Unidos representa cerca del 25% de las emisiones globales de carbono provocadas por el hombre, sus ciudadanos muestran escasa voluntad o inclinación por moderar su frenético consumo.
La primera Administración de George W. Bush probablemente tuviera razón al negarse a firmar el denominado Protocolo de Kioto, aunque por los motivos equivocados. Entre otros problemas, el Protocolo de Kioto no va lo suficientemente lejos en la redistribución de los derechos de las emisiones de carbono a los países en desarrollo.
Muchos parecen creer que Bush es el problema. Si ponen a un magnate del petróleo tejano, ¿qué esperan, conservación?
Muchos parecen creer que la Administración de Bush es el problema. Si ponen a un magnate del petróleo tejano y a sus colegas al mando, ¿qué esperan, conservación? Desgraciadamente, ésa es una excusa fácil. La renuencia de los ciudadanos estadounidenses a moderar el consumo energético por el bien del medio ambiente global está mucho más arraigada. Pongamos por caso al ex vicepresidente de Estados Unidos Al Gore, cuyo documental sobre el calentamiento global, Una verdad incómoda, es alabado por su inquebrantable mirada a cómo el consumo de combustibles fósiles está llevando a la humanidad al borde de la catástrofe. La evidencia del calentamiento global es considerablemente más enrevesada de lo que la película de Gore da a entender, pero el problema básico es real. Como a muchos liberales, a los directores de The New York Times les preocupaba que unos impuestos sobre la energía más elevados repercutieran de forma desproporcionada en los pobres. El típico argumento que se oye es: "¿Y qué hay del pobre tipo que tiene un Chevy de 1980, que traga mucha gasolina, y no tiene otra forma de llegar al trabajo?". Es un argumento legítimo, pero si los niveles oceánicos empiezan a subir, como predice el Stern Report, muchos de nuestros hijos algún día irán al colegio a nado. Por desgracia, el giro de The New York Times no presagia un cambio radical de postura del electorado estadounidense. Mencionen la idea de un impuesto sobre la energía a cualquier candidato en potencia a las elecciones presidenciales de 2008 en EE UU, y verán cómo se queda pálido.
Cualquier candidato a las presidenciales de 2008 que se atreva a hablar de hacer sacrificios ahora por un medio ambiente más seguro después, realmente se la estará jugando. Hasta que los estadounidenses no lo asimilen y empiecen a solucionar problemas medioambientales globales que ellos, más que nadie, han provocado, será difícil obtener el apoyo incondicional del resto del mundo. Los países en desarrollo preguntan por qué deberían ellos prestar atención al calentamiento global si los países ricos no están dispuestos a reducir drásticamente sus emisiones.
Las pruebas científicas indican que las emisiones de carbono de cualquier lugar del mundo tienen aproximadamente el mismo impacto en el calentamiento global. Por este motivo, una amplia variedad de economistas defienden un impuesto global uniforme (armonizado) que grave equitativamente las emisiones de carbono procedentes de todo el mundo y de cualquier fuente, ya sea carbón, petróleo o gas, o de los consumidores o las empresas.
Un impuesto así es el planteamiento más flexible y favorable al mercado, y tendría un impacto mínimo en el crecimiento económico. Por el contrario, el complejo sistema de cupos defendido por los europeos y plasmado en el Protocolo de Kioto probablemente provoque ineficacias y costes mucho mayores. Por esta razón, el Stern Report inglés seguramente sea demasiado optimista cuando calcula que una estrategia ecléctica para la reducción de las emisiones de carbono sólo costará al mundo un 1% anual de sus ingresos. Pero aun así, el Stern Report está en lo cierto al afirmar que los posibles riesgos de una falta de acción continuada son muy superiores. Puede que algún día la falta de voluntad de Estados Unidos para tomar la delantera en cuestiones medioambientales se considere uno de los fracasos políticos más profundos del país. Esperemos que pronto cambie de rumbo, antes de que todos nos veamos obligados a ir al trabajo en bañador.
Kenneth Rogoff es catedrático de Economía y Políticas Públicas de la Universidad de Harvard, y ex economista jefe del FMI.
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