El día de difuntos 2006
La noche del 25 de febrero de este año, Tomàs Frauca vio un fantasma. Aquella tarde había asistido al funeral de un tío de quien siempre se había sentido muy próximo, un hombre culto, tranquilo, inteligente y socarrón a quien un cáncer despiadado se llevó por delante cuando acababa de cumplir 60 años. Durante el funeral, Tomàs aguantó el tipo como pudo y, con postiza entereza de veinteañero recién salido de la adolescencia, al terminar la ceremonia trató de consolar a quienes más consuelo necesitaban, pero en cuanto tomó el tren de vuelta a Barcelona y vio la lluvia azotando los cristales y más tarde un rebaño de ovejas empapadas mirándole con ojos humanos como si imploraran su protección contra un espanto inconcreto, se derrumbó, así que cuando por fin llegó a Barcelona ya se le habían agotado las lágrimas.
Casi aliviado, llamó a una amiga, la invitó a cenar a su piso de estudiante, se acostó con ella. A medianoche se levantó a beber agua y, mientras cruzaba el comedor a oscuras, encendió un flexo. Fue entonces cuando lo vio. Era un hombre de edad indefinida, y estaba de pie, inmóvil frente a él, vestido con una camiseta blanca, unos vaqueros gastados y unas zapatillas de tenis; de su mano izquierda colgaba un cigarrillo. Como la luz del flexo le daba en la cara, Tomàs no pudo ver la cara del hombre, a quien en aquel vertiginoso segundo de horror no creyó un fantasma, sino un intruso, tal vez un ladrón que asombrosamente desdeñaba el riesgo de que lo sorprendieran, en cualquier caso, alguien que no representaba una amenaza, sino que irradiaba una extraña sensación de familiaridad y sosiego que lo volvía mucho más inquietante. Sea como sea, lo cierto es que Tomàs pegó un grito de pánico y que cuando volvió a mirar al hombre, éste ya se había esfumado. Buscaron al intruso por todo el piso, cautelosos y amedrentados, pero no lo encontraron. Esa noche no durmieron, y durante los días siguientes Tomàs no volvió a meterse en la cama sin miedo a que el desconocido reapareciera; notó que pensaba a menudo en él, y en una ocasión se sorprendió pensando que en realidad deseaba que volviese. Alguna vez llegó a temer por su equilibrio mental.
Cuando hace unas semanas Tomàs me contó esta historia no supe qué decirle, pero no pude evitar acordarme de dos amigos: Salvador Oliva y Juan Ferraté. De Oliva me acordé porque es autor de un poema memorable titulado Insistencia de los muertos. En él, el poeta va a buscar al colegio a su hija y, en el tumulto del final de las clases, ve a un adolescente mirando con deseo a una chica: en esa mirada -y en el gesto casi imperceptible que la escolta- reconoce la mirada y el gesto del padre del muchacho, muerto cinco años atrás, y es entonces cuando se pregunta "qué incalculable multitud / de antepasados llevamos en la sangre", y cuando advierte, en el gesto del hijo, a través del cual vuelve misteriosamente a desear el padre difunto, "las obediencias del cuerpo: / los muertos -nuestros muertos- / siempre insistiendo, aferrándose a la vida".
Pero también me acordé de Ferraté, porque sólo en el momento en que Tomàs contó su historia de fantasmas comprendí que en los últimos años de una vida consagrada a leer poesía y a enseñarnos a muchos a leerla había dedicado numerosos artículos precisamente al tema que trata Oliva: la testaruda vocación de vivir que anima a los muertos, que se aferran a nosotros para no morir del todo y nos acompañan como sombras o fantasmas, se levantan con nosotros, caminan con nosotros, nos hablan o permanecen en silencio o discuten o se ríen o lloran o velan nuestro sueño, así día tras día y noche tras noche, hasta que también nosotros morimos y empezamos a aferrarnos a nuestros vivos. Obsesivamente, Ferraté detectó esta verdad clamorosa y secreta en Tácito, en Saavedra Fajardo, en Hugo von Hofmannsthal, en James Joyce, en W. H. Auden, en Carles Riba y en Miguel Hernández, que escribió: "Los muertos, con un fuego congelado que abrasa, / laten junto a los vivos de una manera terca". Oliva está felizmente vivo, pero Ferraté murió hace ya tres años, cuando tenía 81, y mucho me temo que ahora mismo muy poca gente se acuerde de él, salvo aquellos que le debemos mucho más de lo que él creyó darnos. Como tanta gente, al final de su vida hablaba mucho más con los muertos que con los vivos, porque casi todas las personas que le importaban estaban muertas. En cuanto a Tomàs, aún no he dicho que tiene 21 años, que es guitarrista en una banda de rock and roll y que está a punto de terminar la carrera de ingeniería. Tampoco he dicho que su tío era su primer muerto: por eso aún no sabe, y yo no supe decírselo, que ese fantasma va a acompañarle siempre. Debí decírselo. Se lo digo ahora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.