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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La buena vida

Es curiosa la deriva artística del otrora belicoso Ridley Scott. Fascinado ilustrador de la guerra como el gran momento en la vida de los hombres, ya desde su primera película, la lejana Los duelistas, nuestro hombre sorprendió, el pasado año, con un canto al entendimiento entre civilizaciones como El reino de los cielos. Y ahora, como si de desandar cualquier camino belicoso se tratara, nos canta, con la ayuda del libro de Peter Mayle, las virtudes de la buena vida: el peso del pasado recordado como el último territorio libre, la copa de buen vino, el suave color dorado con que el sol pinta los viñedos de la Provenza al mediodía.

Al parecer, la cosa tiene algo de autobiográfico, o al menos, Scott confiesa que su historia de amor con Provenza y con la elaboración de vinos (es dueño de una pequeña finca) está en el origen de su interés por la historia. Que no puede ser, por otra parte, más modélicamente aleccionadora: en el fondo, se trata de contar el proceso de humanización de un ejecutivo canalla (Russell Crowe en registro de comedia; y no le sale del todo mal), agresivo agente de Bolsa que entiende la vida como un éxito constante y que no recuerda haber disfrutado jamás de vacaciones.

UN BUEN AÑO

Dirección: Ridley Scott. Intérpretes: Russell Crowe, Albert Finney, Freddie Highmore, Marion Cotillard, Ali Rhodes. Género: comedia, EE.UU-Gran Bretaña, 2006. Duración: 118 minutos.

Pero tiene nuestro hombre, y eso lo sabemos tras un prólogo dulzón y melancólico, un talón de Aquiles prominente: su viejo tío (Albert Finney) le inculcó, junto a su afán de triunfo, el gusto por las buenas cosas. Y de pronto, nuestro hombre deberá lidiar con una herencia, la finca de su tío, que lo retrotraerá a un pasado que, en el fondo, no había olvidado: es bien cierto, dice Scott, que hasta en el más redomado hijo de puta anida un alma potencialmente buena.

Con toques no ya de comedia, sino de cine cómico, de slapstick puro y duro, más la canónica, inevitable historia de amor, Scott parece disfrutar con una historia pequeña y éticamente cercana a otros filmes de los noventa sobre tiburones de las finanzas, aunque demasiado escorada hacia los buenos sentimientos y las situaciones inauditas. Está narrada con buen pulso, explicada con gusto, pero ostenta también un guión tramposo y acomodaticio. Se entiende que la disfrute un admirador de Crowe o un amante desaforado de la comedia romántica; el resto, puede abstenerse educadamente.

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