Un desmadre consentido
El festival donostiarra se ha convertido con los años en un referente de diversión y cine
La Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián crea adicción. Quien la descubre, repite. Le ocurrió a Alaska, reincidente año tras año en el patio de butacas del Teatro Principal. Y también a Santiago Segura, que presentó un corto en super 8 "cuando aún no tenía donde caerse muerto" y, desde entonces, hace ya más de una década, nunca ha faltado; ya sea como espectador, como presentador o, cuando le ha sido imposible trasladarse por trabajo, como ocurre este año, como alborotador en un vídeo grabado. "Soy fan de la Semana porque soy fan de su director, José Luis Rebordinos, y de su público. Si la película es buena la agradecen porque es buena y si es mala, se lo toman a cachondeo y crean su propia diversión. En otros festivales o se duermen o se salen de la sala".
El certamen, que celebra hasta el sábado su 17ª edición, es un festival pequeño y gamberro, tiene un presupuesto limitadísimo (431.137 euros) y ni un ápice de glamour. Y ahí está precisamente la clave de su éxito. En que más allá de lo cinematográfico -este año se proyectan alrededor de 75 títulos entre cortos, largos y títulos de la retrospectiva dedicada a David Cronenberg-, está concebido como un espacio de encuentro y diversión. "Es un festival hecho por y para el público. Te atienden bien, tienes cerca a la organización, a los actores, a los directores...", dice Emi, un incondicional que se desplaza cada año desde Salamanca.
En el bar del Principal, donde habla, ocurre lo que nunca en otros festivales, que un director como Peter Jackson (El señor de los anillos) departe apoyado en la barra con alguno de los fanáticos del género. Así conoció en su día Segura a Alejandro Jodorowsky y más de un aficionado a Robert Englund, el Freddy Krueger de Pesadilla en Elm Street. "Esperemos que la ley antitabaco no acabe con esto", dice Clara -antes se fumaba incluso en la sala-. "Se nota menos gente... Y yo no vengo aquí por las películas, sino por el ambiente. Es casi una terapia; en el bar hablas y dentro bebes, pegas un par de gritos, silbas, aplaudes, pataleas y te desahogas".
Quedó claro en el maratón de la madrugada del miércoles. Volaron plátanos, cayó al suelo alguna que otra copa, y se escucharon gritos -"¡Échale sal! ¡Quédate con la satisfacción del trabajo bien hecho!"-, mientras el protagonista del corto Lef morveaux, de Pierre Louis Levancher, despedazaba a un hombre con una sierra.
El director del Festival de Sitges, Ángel Sala, estaba entonces entre el público y luego salió al escenario, bajo amenaza de ser descuartizado, para presentar por sorpresa La matanza de Texas. El origen, de Jonathan Liebesman -llega mañana a las salas- y hacer teatro sobre la competencia entre los dos certámenes. No era más que eso, más que puro teatro. "Tenemos una colaboración muy estrecha, nos ayudamos", dice. Hay espacio para ambos. Sitges está más abierto hacia un cine fantástico más de autor, de gran producción y San Sebastián quiere y le va muy bien la vocación de serie B". Y ese tipo de películas -este año se han proyectado por ejemplo Severance, de Christopher Smith; Black Sheep, de Jonathan King, y mañana concursará Los abandonados, de Nacho Cerdá- les gustan a los más jóvenes, pero también a abogados en la sesentena o gentes que se hacen cientos de kilómetros. Eduardo Arroyo, hoy director de La noche Hache, y sus amigos pertenecen a este último grupo. Conocieron la Semana cuando Arroyo conducía Caiga quien caiga y desde entonces, hace ocho años, no se han perdido una sola entrega de este festival de cine que además programa exposiciones y jornadas del cómic. "Siempre me ha gustado el género, pero en este caso es secundario. Lo que me interesa son las relaciones con los que hacen cortos, con los de los fanzines...".
La Semana tuvo el año pasado 50.000 espectadores y se niega a crecer. Si lo hiciera, coinciden organizadores y público, perdería sus señas de identidad.
Babelia
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