Entre lo agrícola y lo natural
Durante una excursión por el Pirineo, a un buen amigo mío le sorprendió encontrar un bosque de avellanos. Con cierta facilidad le expliqué que los avellanos tenían allí su hábitat natural y no en las inmediaciones de Reus. Pero me resultó mucho más difícil convencerle de que los frutos de aquellos avellanos eran comestibles. Mi amigo es ingeniero en telecomunicaciones, economista y amante de la naturaleza. Esta situación intrascendente me recordó una vivencia de años atrás, en este caso con castaños y ante una profesora de ciencias de una escuela de enseñanza primaria. En aquella ocasión tuve que forzar una apuesta para exigir la comprobación de que aquellas castañas eran comestibles y tenían un gusto equivalente a las de la castañera del barrio.
Culturalmente huimos del proceso real a través del cual los alimentos llegan a nuestra mesa
Dos anécdotas similares, desde mi reducida muestra particular, me lleva a sospechar cierta representatividad estadística. Es decir, hasta tal punto hemos separado culturalmente nuestra alimentación del mundo natural que no tan sólo somos incapaces de identificar la procedencia de los frutos que comemos de su origen selvático, sino que nos parece increíble que un árbol de nuestros montes tenga alguna relación cercana con nuestra moderna dieta. Sin entrar en situaciones exageradas tales como las del niño al que se le pide que dibuje un pollo y lo presenta como un pollo asado, es cierto que se está produciendo una pérdida de la trazabilidad real entre naturaleza y alimentación. No me refiero a la exigida trazabilidad del producto para garantizar la seguridad alimentaria, sino al alejamiento cultural entre una naturaleza a la que paradójicamente se mitifica y el alimento como producto de consumo. Esta disociación acaba teniendo consecuencias.
Un reputado industrial fabricante de embutidos, un empresario comprometido con la calidad de su producción, me mostraba en su planta de elaboración de longaniza la curiosa paradoja de presentación del producto. La longaniza, fruto del proceso natural, salía de los secaderos impregnada de moho blanco. Inmediatamente era limpiada con un cepillo automático y quedaba totalmente de color carne. A continuación se espolvoreaba con polvo de arroz y terminaba el proceso de envasado totalmente blanca. No se había producido ninguna alteración que pudiese afectar a la calidad o a la seguridad alimentaría, el polvo de arroz es un producto natural con valor alimentario reconocido; pero se había cedido a la necesidad de autoengaño del consumidor. Efectivamente, el consumidor desea una longaniza blanca puesto que sabe que un proceso natural de elaboración lleva asociada la existencia de moho blanco, pero el moho es un elemento vivo que crece en los almacenes de los supermercados y la apariencia de un moho de varios milímetros (el mismo moho) crea rechazo en el consumidor. El industrial, ante esta objeción, optó por adaptar su envasado a la ambivalencia de querer y penar que le reclamaba el consumidor.
La dualidad esta servida. Culturalmente, el concepto natural gana puntos y se convierte en un estereotipo. Se idealiza la naturaleza y nos acercamos a ella con guantes de seda. Mientras tanto, huimos culturalmente del proceso real a través del cual los alimentos llegan a nuestra mesa. Preferimos no relacionar aquel tierno ternero paciendo bucólicamente en el monte con el bistec que comemos en familia. A veces, incluso, pretendemos matar al mensajero, expresado en este caso en desprecio a los profesionales que están comprometidos en transformar aquel hermoso ternero en alimentos sanos para nuestra dieta. Los agricultores son los profesionales que consiguen el milagro por el cual cada día, sin más dificultades, podemos adquirir todos los productos que deseamos para una buena alimentación. Pero esta tarea no se realiza ni puede realizarse con guantes de seda. El agricultor trabaja con vegetales y animales vivos, son productos perecederos y ello supone riesgos económicos evidentes, expresados en riesgos sanitarios, climáticos, comerciales, etcétera. Lidiar con la complejidad del desarrollo de un producto biológico en el contexto de las altas -y deseables- exigencias de la alimentación de la sociedad desarrollada es tarea que realizan profesionales cualificados que merecerían una mejor valoración.
Del mismo modo, el consumidor debería conocer mejor esta complejidad para adoptar decisiones coherentes. No podemos idealizar, por ejemplo, la agricultura ecológica sin aceptar que los alimentos tengan peor aspecto o aparezcan dañados por insectos. La naturaleza es rica y generosa, pero compleja y contradictoria. El hombre ha aprendido a domesticarla, con una agricultura y ganadería cada vez más tecnificadas; con ello se ha conseguido alimentar cada vez a más personas, de forma más segura y más cómoda. Pero ello se ha realizado desde distintas y progresivas aproximaciones, a través de opciones contradictorias, donde los beneficios eran posibles pero siempre aparejados a riesgos que han debido asumirse. Sin embargo, la sociedad avanzada está adoptando la soberbia tecnológica como modelo cultural, en el cual los límites, los condicionantes y las imperfecciones han desaparecido. Es un modelo extremadamente simple y a su vez irreal que puede derivar -y ya está pasando- en errores manifiestos de la opinión pública sobre los objetivos estratégicos de desarrollo agroalimentario.
Sin duda, es imprescindible una acción pedagógica que modifique la suposición según la cual los alimentos salen del frigorífico, desmitifique la idea bucólica de la naturaleza, aporte realismo y, sobre todo, restablezca la evidencia acerca del necesario uso y transformación de esta naturaleza para obtener nuestra moderna nutrición. Este uso debe realizarse desde modelos sostenibles, pero precisamente su comprensión hará también más fáciles de aceptar los costes derivados de las exigencias medioambientales y de seguridad alimentaria.
Francesc Reguant es economista
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