Frivolidades
La firma Zara, en su megatienda de Verdun -centro comercial Concorde, Beirut-, ofrece a la estresada mujer beirutí un casto pero estimulante servicio de dependientes en plan Zaramozos que en mi vida he encontrado en otro comercio de la misma marca. Claro que a lo mejor tiene que ver con el estilo de vida beirutí, con lo guapa que es aquí la gente joven y lo poco que cobra y lo mucho que gusta de trabajar en algo estiloso. O puede tratarse, sencillamente, de una deferencia de la casa para con los sufridos ciudadanos. También tienen Zaramozas, que de igual modo son eficientes, elegantes y profesionales. Pero aquí era adonde deseaba ir a parar. Mientras las mujeres que compramos en Zara agradecemos la atenta presencia de estos chicos, los clientes que hacen sus adquisiciones en la planta viril como si dijéramos, pues como si dijéramos que tratan a las vendedoras con una displicencia que como si dijéramos es que a lo mejor sería otra ideaza que les pusieran también tíos, como si dijéramos.
Todo esto lo sé porque el otro día llevé mi parte lésbica a Zara Hombres, pues me hallaba hasta las narices de tener que moverme como un sherpa entre montañas de ropa diseñada para la mujer-niña actual, que tiene que competir, ombligo y tanga al viento, con los hijos y nietos de Leonardo Di Caprio. Muy bien el sector blusas y jerséis, incluso abrigos, pero a la hora de los pantalones y prendas para lluvia te encuentras: con la cintura por las ingles en el primer caso, y con faralaes colgando de las trabillas en el segundo. De modo que decidí sentirme muy chicazo para poder adquirir en la sección masculina prendas que -¡estaba segura!- no sólo tenían en cuenta el exhibicionismo natural del cliente, sino también sus necesidades prácticas. Las hallé.
Fue una gran experiencia. Primero pasé por la Zona Nenas para despedirme de los Zaramozos: hoy me veis pero mañana ya no me veréis, y bien sabe el cielo que lo sintieron porque se han acostumbrado a atenderme y a darle viajes a mi tarjeta de crédito. Y yo echaré de menos ser castamente atendida: los trajes oscuros a la italiana que lucen, y las camisas blancas de cuellos y puños abiertos, resultan deslumbrantes, por no hablar de ese punto barba a lo Zidane. Pero en fin, a lo que iba, que me presenté en el piso superior a por un impermeable y unos pantalones que me llegaran hasta la cintura, y allí descubrí el tipo de estupendas dependientas que también atienden. Una de ellas, por cierto, descubrió a su vez que una clienta puede ser más amable que un cliente, tener más conversación y mirarlas con auténtico y desinteresado interés. Es más: que una clienta puede mirarlas a los ojos, considerarlas seres humanos y darles las gracias por la ayuda recibida.
Si alguna vez se dejan caer por aquí en el mejor sentido de la palabra -y no en plan bombardeo- recomiendo ardientemente a unos y otras que Zaran-deen un rato y comprueben lo que vengo contándoles.
No obstante, hay una rutina que no les aconsejo porque aunque a las mujeres de aquí no les perturba yo no la puedo soportar. Ello sucede en el Monoprix de al lado de Zara, en donde tienen buena ropa interior, de tallas muy variadas y barata. Les había echado el ojo antes de la guerra y ahora sentía que había llegado el momento de hacerme con un par de pares de braguitas negras de piel de ángel y encaje que daba gozo verlas y tocarlas. Me dirigí con ellas a la caja, y el tipo encargado de cobrar las cogió, las remiró, las manoseó y al parecer también le gustaron, porque siguió toqueteándolas hasta que yo me puse en jarras, y eso que no habíamos pasado a lo peor. Lo peor fue cuando miré al aprendiz que mete las compras en bolsas de plástico: babeaba y agitaba los brazos en el aire, tratando de hacerse con las susodichas. Esa noche reflexioné, arrodillada ante el bidé en donde había puesto las braguitas en remojo con abundante Persil (aquí aún lo hay): cuán distinta habría sido mi reacción si quienes me hubieran estrujado las prendas hubieran sido los Zaramozos. ¿Me habré vuelto elitista?
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