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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contra los últimos

La inmigración se ha convertido en uno de los problemas que los ciudadanos de Europa occidental perciben como más apremiantes. En España el último sondeo del CIS lo sitúa por primera vez en cabeza (59%), con diferencia sobre el paro, la vivienda y el terrorismo. Sin duda, ha influido el efecto imagen de los cayucos, pese a que la mayor parte de la inmigración regular e irregular llegue en avión o por carretera. Este impacto demoscópico llevó al Gobierno de Rodríguez Zapatero a endurecer su discurso y a dinamizar la repatriación de los irregulares en un grado que, sin embargo, no representa más que un cubo en un océano. Ahora, como ha hecho el Gobierno de Blair, los sindicatos CC OO y UGT piden que se tomen medidas para evitar abrir el mercado laboral a búlgaros y rumanos, cuyos países ingresarán en la Unión Europea el próximo 1 de enero. Los ciudadanos de estos dos próximos miembros de la UE se han convertido en cabezas de turco de estos temores.

El Reino Unido esperaba unos 13.000 inmigrantes al año de los países de la ampliación de 2004, pero han llegado 600.000 a este país, de los cuales más de la mitad son polacos. El tratado de adhesión de Bulgaria y Rumania permite establecer medidas restrictivas durante siete años en diversos grados. Londres ha anunciado cupos, niveles de formación, multas y otros filtros. Pero limitar la capacidad de trabajar, que no de circular, de ciudadanos de estos dos países sólo serviría para alimentar el empleo en negro y dificultar el de los que no son miembros de la UE, como los ucranios. Son medidas aparentes, pero de utilidad escasa.

Tanto en España como en el Reino Unido, la inmigración está contribuyendo de forma decisiva al crecimiento económico y al funcionamiento de estas sociedades. Sin ella, se pararían los servicios más básicos. Pero la Europa de la libre circulación no tiene una verdadera política común de inmigración y asilo hacia su exterior, y apenas hacia los nuevos miembros.

Pese a que cada país tiene su propia inmigración, derivada de su historia o geografía, el problema de regularla es común. La oficina de fronteras europea (Frontex) no estaba pensada para esta nueva situación. Tampoco será suficiente la unidad de análisis anunciada en la reunión ministerial celebrada por los seis grandes de la UE el pasado jueves en Inglaterra. La propuesta franco-alemana de lanzar tal política, junto a un Tratado de Asociación con África, parte del principio de la solidaridad entre europeos que tanto ha faltado en los últimos tiempos, y va en la buena dirección. Pero es sólo una primera muestra de voluntad política. Falta todo lo demás y medios suficientes. Entretanto, no es justo que la emprendan contra los últimos en llegar a la Unión.

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