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Columna
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El olor del yo y el arma de la marca

El sentido en auge es el olfato. Saciada la época de incontables ofertas audiovisuales, la distinción hace carrera por la nariz. El cine, la televisión, Internet, parecen haberlo conseguido todo. Todo excepto el olor.

En la exasperación general por ser o parecer diferente, personalizar las ropas, autorrealizarse, redefinir la identidad, nada contribuye más hondamente que el aroma. Las exquisitas perfumerías del mundo que, a mediados de los años cincuenta, componían esencias particulares para Grace Kelly o Cary Grant han ampliado su clientela y las mejores marcas, en general, han comprendido que no llegarían a adquirir auténtico sello sin el refrendo de su propio olor. Las prendas íntimas, como Victoria's Secret, fueron las primeras en rociar sus establecimientos con una fragancia asociada al aire de su estilo. Antes habían desarrollado las colecciones de CD con músicas que supuestamente evocaban la lencería del alma pero la adición de perfume acaba el poema. Ya no se venden objetos sino elementos líricos. Lo material, como se ve en las ofertas de periódicos y promociones diversas, no vale ya prácticamente nada. Lo importante es su aroma.

A mediados de los noventa, Rolls-Royce vio cómo disminuían notablemente sus ventas y la investigación concluyó que la causa residía en el rechazo olfativo de numerosos clientes. Para solventar el problema la compañía se centró en su mítico Silver Cloud de 1965 y mandó deconstruir su tradicional aroma en 800 elementos con los cuales fabricó un spray que ahora sirve para rociar los bajos de los asientos.

Poseer un buen olor es capital para el amor. Y especialmente si se pretende hacerlo con mujeres, grandísimas peritas en este atributo donde consiguen leer los entresijos del carácter, los hábitos, las virtudes o los vicios de la personalidad. El ojo ve pero la nariz prevé.

Con estas importantes consideraciones sobre identidad y verdad, han ido creándose decenas de compañías especializadas en ofrecer los olores más convenientes a personas, establecimientos y marcas. Fácilmente se entiende que un comercio de ropas infantiles procure oler a colonias y polvos de bebé o que un Starbucks, como es el caso, emplee un spray con las mejores mezclas de café. Sin embargo, ¿a qué debe oler Sony? La revista Time del 23 de octubre informa de que las 37 tiendas en Estados Unidos huelen ya del mismo modo, una mezcla de mandarina y vainilla. Y la cadena de hoteles Westin ha estrenado, gracias a los servicios de la empresa ScentAir, una fragancia compuesta por té verde, geranio, cedro y fresia. Los olores de cítricos son tenidos por energizantes y convienen a los supermercados de artículos deportivos, pero la vainilla que, en general, transmite confort se emplea para artículos domésticos y es base de alguna cadena de ropa de cama.

No siempre o no en todas las partes, los mismos efluvios despiertan sensaciones equivalentes. Si la vainilla, como informa Time, es sinónimo de bienestar en todo Estados Unidos, y en Francia connota con elegancia y feminidad, en algunos países de Asia da más bien asco.

El resultado del olfato, como del gusto o del llanto, son culturales. La clave radica en cruzar la emisión con su exacta traducción y en desplegar hoy el lenguaje del olor como la matriz -el alma femenina- de todos los posibles lenguajes. Frente a los datos obtenidos a través de la vista que fácilmente se aberran, el olor se recuerda con una potencia 65% mayor y, aun no siendo la condición humana de las mejores dotadas, nuestro sentido del olfato es capaz de distinguir entre casi 10.000 tonos distintos.

En Bilbao, un local dedicado al tatuaje se anunciaba hace unos años con un cartel que decía así: "¡Personaliza tu cuerpo!". El cuerpo resulta ser, a estas alturas, tan sólo materia prima de la sofisticación fabril y mercantil. Y el perfume con meticulosidad inculcado en la carne o en la cosa bautiza suplementariamente para competir.

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