La tiranía del rey algodón
A los estadounidenses les gusta creer que, si los países pobres abren sus mercados, sencillamente, el resultado será mayor prosperidad. Por desgracia, cuando se trata de agricultura, eso no es más que mera retórica. EE UU sólo es fiel a los principios del libre mercado en teoría; en la práctica, favorece a los grupos de presión de Washington y a los que contribuyen a financiar campañas, que reclaman todo lo contrario. Fueron los subsidios agrarios de EE UU los que ayudaron a estrangular, al menos por ahora, la llamada Ronda del Desarrollo de Doha, las negociaciones comerciales que supuestamente iban a dar a los países pobres nuevas oportunidades de crecimiento.
Los subsidios perjudican a los agricultores de los países en desarrollo porque generan una producción mayor y rebajan los precios mundiales. El Gobierno Bush -que teóricamente se comprometió a promover los mercados libres- ha multiplicado casi por dos los subsidios agrarios en EE UU.
Dar un trato justo a los que son más pobres y menos poderosos es nuestra obligación moral
El algodón es un buen ejemplo. Sin subsidios, a los estadounidenses no les sería rentable producir mucho algodón; con ellos, EE UU es el mayor exportador de algodón del mundo. Alrededor de 25.000 cultivadores de algodón estadounidenses y ricos se reparten de 3.000 a 4.000 millones de dólares de subsidios, y la mayor parte va a parar a un pequeño grupo. El aumento de la producción baja los precios, y eso perjudica a unos 10 millones de agricultores sólo en el África subsahariana. Pocas veces unos cuantos han hecho tanto daño a tanta gente. Un daño que es aún mayor si tenemos en cuenta en qué medida contribuyeron los subsidios comerciales de EE UU a acabar con la Ronda de Doha.
En vez de ofrecerse a eliminar los subsidios, EE UU ofreció abrir sus mercados a las importaciones algodoneras, un gesto de relaciones públicas pero sin contenido que rápidamente se volvió en su contra. Los subsidios elevados hacen que EE UU exporte algodón, y las importaciones serían mínimas incluso aunque se eliminaran las barreras formales.
Por eso las últimas negociaciones comerciales tienen algo de surrealistas, porque, sea cual sea su resultado, al final, los subsidios al algodón tendrán que acabar desapareciendo. Brasil, frustrado con la intransigencia estadounidense, presentó un recurso en contra de los subsidios al algodón ante la OMC, cuyo fallo fue el que habría sugerido prácticamente cualquier economista del mundo: los subsidios distorsionan el comercio mundial y por tanto están prohibidos.
En vista de la orden de la OMC, EE UU tratará de cumplir la letra de la ley para evitar su espíritu, para lo que llevará a cabo en el programa de subsidios unos cambios que garanticen el cumplimiento "técnico". Sin embargo, esos intentos fracasarán casi con toda seguridad; al final -aunque es posible que tengan que pasar años-, los subsidios al algodón desaparecerán.
Desde luego, los subsidios en la UE son mucho mayores, pero, a diferencia de EE UU, Europa ha hecho intentos de reducirlos, sobre todo los subsidios a la exportación. Aunque estos últimos dan más impresión de "distorsionar el comercio", los subsidios al algodón y otros productos en EE UU son casi tan perjudiciales como ellos. Cuando los subsidios generan un aumento en la producción, pero el consumo tiene un crecimiento escaso -como suele ocurrir con los productos agrarios-, ese aumento de la producción se traduce directamente en un aumento de las exportaciones, que se traduce directamente en precios más bajos para los productores, rentas más bajas para los agricultores y más pobreza en el Tercer Mundo, incluidos los millones de cultivadores de algodón que malviven con ingresos de subsistencia en regiones semiáridas.
EE UU y otros países avanzados son los que más pierden con la disolución de la Ronda de Doha. Si el Gobierno de Bush hubiera cumplido sus compromisos, los contribuyentes estadounidenses se habrían beneficiado de la eliminación de los subsidios agrarios, una gran ayuda en esta era de inmenso déficit presupuestario. Y también habrían salido ganando como consumidores, porque habrían tenido más acceso a una variedad de mercancías de bajo coste procedentes de países pobres.
La presión de la inmigración habría sido menor, porque la enorme diferencia de rentas entre un lugar y otro es el factor que más empuja a la gente a dejar sus hogares para emigrar a EE UU. Un régimen comercial justo ayudaría a reducir esa diferencia. A todos los ciudadanos de los países desarrollados les beneficia que haya un mundo más próspero, un mundo con menos pobreza, con menos gente sumida en la desesperación. Porque todos sufrimos la inestabilidad política a la que conduce esa desesperación.
Sin embargo, EE UU es tal vez el que más puede ganar si reanima las negociaciones de Doha con una oferta más creíble y generosa. Su influencia en el mundo ha sufrido un gran retroceso en los últimos años; la hipocresía con la que el Gobierno de Bush ha utilizado la retórica del libre mercado mientras llevaba a cabo políticas proteccionistas no ha servido más que para empeorar las cosas.
Los intereses nacionales de EE UU, por tanto, exigen un cambio de política. Pero existe además otro motivo poderoso para hacerlo: dar un trato justo a los que son más pobres y menos poderosos es nuestra obligación moral.La tiranía del rey algodón
Joseph E. Stiglitz recibió el Premio Nobel de Economía. Es catedrático de Economía en la Universidad de Columbia. © Project Syndicate, 2006. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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