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Columna
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Urbanismo polizón

José María Ridao

La Operación Malaya no sólo tuvo ramificaciones. A lo que parece, ha tenido, además, consecuencias: como en un inesperado efecto dominó, el desmantelamiento de la trama de corrupción urbanística en Marbella ha dado paso a una multiplicación de las noticias sobre escándalos en otros Ayuntamientos, tanto pequeños como grandes. Fieles, en gran medida, a las pautas de comportamiento establecidas durante los años de plomo de aquella remota "regeneración democrática", los partidos han reaccionado en un primer momento convirtiendo los casos de corrupción en bazas electorales anticipadas, preparando las próximas elecciones municipales. La tentación de erigirse en depositarios de la virtud sigue siendo irresistible después de tantos años asistiendo a lo que, en un contexto diferente al que se vivió en España de 1993 en adelante, Popper describió como un intento de hacer política con la moral, en vez de moralizar la vida pública. Frente a Villanueva de la Cañada, Ciempozuelos, y viceversa, dependiendo del líder o, incluso, del medio periodístico que se pronuncie sobre la cuestión.

Desvelar episodios de corrupción equivale, normalmente, a denunciar anomalías introducidas en el sistema de gestión y que dejan sin efecto las garantías y controles públicos. En el ámbito del urbanismo, sin embargo, se trata de algo diferente: es el sistema de gestión mismo el que favorece que las garantías y controles públicos queden sin efecto, hasta el punto de que la anomalía, la "corrupción", ha llegado a ser el que funcionen correctamente, gracias a alcaldes y concejales que se han comportado como tontos, según la expresión de un promotor hoy perseguido por la justicia. Los Ayuntamientos se ven obligados a recalificar terrenos para completar una financiación que les resulta insuficiente y, a partir de ese momento, coinciden todos los intereses. Los de los propietarios del suelo y los de los promotores, los de las empresas constructoras y los de los especuladores. Todos, en fin, menos los de quienes necesitan un techo sencillamente para vivir, y de ahí que, paradójicamente, la furia urbanística que ha devastado la fisonomía del país no haya servido para resolver el problema de la vivienda, sino para agravarlo. El secreto de Polichinela consistía, entre tanto, en que los medios imaginativos para financiar las acciones públicas suelen acabar desembocando, en todo o en parte, en bolsillos privados. Ya pasó con la financiación de los partidos.

La gravedad de la situación creada por la rampante corrupción en el sector urbanístico reside en que, ante la mirada indiferente de todos, la construcción ha llegado a convertirse en el motor de la economía española. Es decir, el polizón se ha hecho con el barco, y ahora no hay manera de ponerlo a buen recaudo sin correr graves riesgos económicos.

Por primera vez en diez años, el precio de la vivienda se ha ralentizado de manera sustancial, e incluso ha descendido en algunas capitales. Sería una buena noticia si, por el otro lado, el sistema financiero español no hubiera asumido unos riesgos quién sabe si temerarios, dejándose arrastrar por la euforia especulativa que encontró su becerro de oro en el ladrillo. De acuerdo con los expertos, nada induce a descartar un aterrizaje suave; de acuerdo con la experiencia, pocos aterrizajes lo han sido. Sobre todo cuando la burbuja especulativa se había elevado hasta alturas que, como ahora se empieza a advertir, desafiaban el sentido común. Si cunde el pánico, el desplome se convierte en caída libre.

La proximidad de las elecciones municipales hace augurar que el urbanismo desaforado formará parte de la agenda política de la campaña. La cuestión esencial reside en cómo será tratado, como un apetitoso bocado para seguir alimentando un sectarismo sin duda ruidoso pero rigurosamente inútil, o como uno de los más graves problemas, si no el más grave, a los que el país habrá de enfrentarse en breve. Tan arriba ha llegado el polizón.

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