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Columna
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El lujo del directo

Para los grupos locales tocar en Madrid se está convirtiendo en un lujo. Cada vez es más difícil encontrar una fecha en los escasos garitos que ofrecen conciertos. Ni siquiera estoy hablando de salas consagradas como Moby Dick, Clamores u Honky Tonk, sino de pequeños espacios en Fermín Caballero como Imperio Pop o Superbowl y, por supuesto, de bares más céntricos como El perro de la parte de atrás del coche; que exige dinero por adelantado; o Bar & Co en la calle del Barco, cuyo programador de actuaciones no devuelve las llamadas.

Aumenta sin cesar el número de bandas madrileñas con suficiente nivel u osadía para subirse a la tarima de un bar. Sin embargo, en esta ciudad no hay suficientes metros cuadrado de escenario para albergar la avalancha de ilusión y la ambición interpretativa. Algunos encargados de los garitos ya ni siquiera escuchan las maquetas de los grupos aspirantes a tocar en sus locales, pues los cds se les acumulan sobre la barra como a un A&R (cazatalentos) de Ariola sobre la mesa del despacho.

A las bandas, antes de ser interrogadas sobre el tipo de música que interpretan o los años que llevan tocando, se les inquiere sobre el número de personas que atraen a las actuaciones. Es comprensible el interés económico de los garitos, pero para los músicos resulta triste ser bien considerados en la programación (obsequiados con un viernes o un sábado) y económicamente en función de su cantidad de amigos y no de la calidad del repertorio o la habilidad en la ejecución de los temas. El dinero es otra cuestión penosa. No sólo es complicado que un músico pacte un fijo en lugar de estar a expensas de un reducido porcentaje de la sospechosa recaudación durante el concierto, sino que el barman, a la hora del pago, deshoja de la caja el ramillete de billetes sudados con un desdén y un pesar insólitos.

Aparte de que un sábado sea más difícil obtener un concierto en Malasaña que una mesa en La Finca de Susana, el trato que reciben los grupos en los garitos suele ser altivo y desconsiderado. Los técnicos (sin gran técnica la mayoría de las veces) acostumbran a llegar tarde a las pruebas de sonido y, eso sí, indefectiblemente fumados. La desbordante oferta devalúa el producto y los grupos de música son un bien abundantísimo que no parece merecer mucha consideración. Los jefes de los bares y sus empleados no tienen en cuenta que un bolo es la gran ilusión del mes para un grupo de chavales (no siempre tan jóvenes) que durante una hora y media se la juegan ante su gente y ante sí mismos. Esta ciudad adolece de una cultura de música en directo. No sólo escasean los bares de conciertos (basta entrar en www.myspace.com para ver la asombrosa proliferación de bandas madrileñas sin salida) sino que éstos rara vez se nutren de público ajeno a los músicos. Por un lado están los garitos que ofrecen actuaciones, básicamente atendidos (aunque se trate de un viernes o un sábado) por los amigos y las novias de los intérpretes (generalmente saturados de escuchar el mismo repertorio todos los meses) y, por otro, los bares que pinchan cds.

Esta separación es perjudicial para los grupos, que echan de menos tocar ante gente desconocida, ante potenciales fans que amplíen la clá y favorezcan la popularidad de la banda. Pero también es desafortunada para quienes disfrutan de la música en directo. Muchos madrileños que salen a tomarse una copa preferían ser amenizados por una banda que por canciones enlatadas. Un grupo convierte el ambiente de un garito en algo orgánico. Al margen de las conquistas o las risas con los amigos, en un bar con música en vivo la noche ya está valiendo la pena.

Así, pues, todos estos obstáculos están forzando a las bandas a acudir a salas de la periferia, muchas de ellas recién estrenadas, con novísimos equipos de sonido y, sobre todo, ávidas de acción. Garitos en Móstoles, Majadahonda o la Alameda de Osuna donde antes se movían únicamente grupos locales, comienzan a acoger a bandas de Madrid que buscan buenas fechas, unos espacios y un trato más agradable y posibilidad de aparcamiento. La expansión urbanística de Madrid no sólo está ampliando la vida, sino amplificando las pasiones.

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