Malditas fronteras
Vaya vallas, vaya muros, vaya cercas, vaya alambradas, vaya fronteras y vaya vaya Todo parece indicar que, así como hubo un Siglo de las Luces, ahora estamos viviendo en los albores del Siglo de los Impedimentos, bien a base de obstáculos físicos, de patrullas policiales o militares, de requisitos y cortapisas, o de todo ello a la vez. El viejo sueño de pasar de un país a otro como moviéndose en la propia casa de uno se ha desvanecido incluso para los privilegiados que también se ven sometidos a medidas de seguridad y que, aun en el caso de que no se les apliquen, van de un sitio a otro con la peor de las murallas dentro: la del miedo.
He atravesado muchas fronteras en el curso de los años, y en numerosos viajes me he topado siempre con la misma estúpida tontería, redundo: territorios que son iguales a uno y otro lado, personas que podrían entenderse -u odiarse, pero cordialmente- a poco que se conocieran, pero que se enconan en sentirse diferentes y en separarse del otro, en luchar contra el otro o en apoderarse de lo que es del otro.
No me gustan las fronteras. No me gustan las tierras de nadie que hay entre dos países. Asomada hace poco a los montañosos parajes del sur de Líbano contemplé, al otro lado de una garganta, los montañosos parajes de la Palestina que ahora se llama Israel. Y aparte de que en aquel lado hay más chalés y en éste más muertos, les juro que no sentí nada. Bueno, miento. Sentí infinita rabia porque lo más idiota que podemos construir los seres humanos, una puerta en un desierto, había sido colocado allí por los soldados israelíes que, en aquel momento de retirada (o tal vez sólo de retroceso) tras su infecta invasión de julio último, habían tenido la delicadeza de cerrar hasta con cerrojo.
Desde lo alto de las colinas libanesas unos pocos paisanos sonreían con escepticismo no exento de fatalidad. Saben con cuánta flexibilidad traza su ávido vecino las fronteras que le convienen y lo poco que le cuesta rehacerlas a su gusto y volver sobre sus pasos para obtener un poco más de espacio para sus proyectos de urbanismo colonial.
Muros, cercas, puertas, vallas, alambradas forman el lenguaje de los signos por el que distinguimos lo que es básicamente un vacío o -peor para los defensores de la separación- una igualdad paisajística y geográfica. Ya me pueden poner la frontera al otro lado de un río: el río se echará a reír cristalinamente de quien acuda a semejante memez como estratagema. El río ni sabe ni quiere saber cuál de sus orillas pertenece a uno o a otro, ni le pedirá los papeles a quien se bañe en sus aguas. Es por eso por lo que a las fronteras hay que vallarlas, amurallarlas, cercarlas, rodearlas, atocharlas con materiales pesados; y colocar personal militar a lo largo, y material de guerra. Es por eso: porque son un invento, porque las fronteras no existen y porque, para que las veamos, necesitan coronarlas con todo tipo de trastos.
Lo que sí hice, ese día que viajé con otros colegas al sur y al sureste de Líbano para ir comprobando si la retirada israelí se había cumplido; lo que sí hice, digo, fue ponerme en el lugar del otro. En el lugar de los soldados del país vecino. Ahora contemplan desde el otro lado los destrozos que hicieron, las casas literalmente aplastadas del techo a los cimientos, las masas de cemento, los alambres retorcidos, las tumbas de la gente que huía y de la que no tuvieron piedad. Ahora -si es que todavía no han vuelto, cuando ustedes leen esto- ven a sus víctimas desde la barrera del otro lado de la convención fronteriza.
Pero antes estuvieron aquí, esto que ahora veo lo hicieron personalmente, o lo que es peor, lo hicieron sobre todo desde arriba, dejando caer la muerte y la destrucción para proteger, ¿el qué? ¿Esa mierda de puertas en mitad de una garganta, en el centro de un valle inocente que no le hace daño a nadie?
Malditas sean las fronteras y los hombres que las trazan. Malditos sean los muros, las vallas, los cercados, las tapias y las alambradas. Así como los hombres y mujeres que los aceptan.
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