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Columna
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Encogimiento

Protestar contra los servicios públicos es muy fácil, fundamentalmente por tres razones. La primera es la claridad del esquema. En lo público no hay pérdida. Se sabe de dónde emana la obligación de prestarlos; se distingue sin esfuerzo a los personajes en acción: quién debe prestar y a quién; y se conoce también de dónde salen los fondos para retribuirlos. La segunda razón es de índole psicológica. La noción de servicio público remite enseguida a la de ciudadanía, concepto que sólo de pensarse da como energía, ganas de poner las cosas y los derechos individuales en su (elevado) sitio.

La naturaleza de la tercera razón es más compleja y sutil, como todo lo que tiene que ver con los deseos. Es fácil protestar contra los servicios públicos, porque en ese terreno es fácil sentirse decepcionado. No porque esos servicios se presten mal sino porque su expresión misma concentra, cobija en su seno una idea de respeto, de equilibrio, de perfección social que de puro elevada se tambalea enseguida, que de puro dulce se amarga con nada.

Es fácil quejarse de los servicios públicos, pero no lo es hacerlo de los que prestan empresas privadas

Quejarse de los servicios prestados por empresas privadas es en cambio complejísimo. Porque aquí el concepto de ciudadano se sustituye por el de consumidor o cliente, noción mucho más difusa y frágil, que no sólo no proporciona energía sino que mayormente la exige: las dosis de expresividad, brío, astucia, tesón, templanza o paciencia que suele necesitar su ejercicio son generalmente altas. En cuanto al modelo social que ilustran no resulta tan armonioso ni esperanzador como para activar, a la mínima, la desilusión o el desengaño (engañan a veces los jardines, nunca las selvas). Y lo que desde luego no está nada claro es el quién es quién. En ese terreno reina la confusión. Muchas veces el servicio es presentado o ejercido casi como un favor; el que cobra actúa como si en realidad fuera el que paga. Y las obligaciones se comportan, de hecho, como exigencias. En fin, que el comprador, pagador, destinatario del servicio queda reducido muchas veces a la categoría de "vendido".

De entre todos los servicios públicos el más simbólico es para mí el correo. Es mi favorito. Siendo íntimo resulta de lo más comunicativo. Representa a diario y plásticamente la noción de derecho individual (en un edificio puede haber un solo contador del agua, pero hay veinte buzones). Es no sólo cambiante sino creativo: basta con ver la ilustración que los sellos hacen de la actualidad. Y además es previsible y abordable, en el sentido de que la decisión final queda entre las manos del destinatario. El cartero siempre pasa a la misma hora; aunque no estés te deja en el buzón su cargamento; si es un certificado, te encuentras un aviso que puedes canjear en una oficina abierta todo el día y razonablemente cercana a tu domicilio. Contempla, además, la noción de normalidad y de urgencia; y suele incluir excelentes gestos humanos. Yo respeto mucho a mis carteros (al actual y a los anteriores), a los que siempre he visto actuar con discreción, eficacia y una extraordinaria amabilidad que desde aquí quiero agradecer. En fin, que veo en el servicio de Correos la cara de la moneda social.

La cruz se me representa en los servicios privados de mensajería. Ya sé que las comparaciones son odiosas, las generalizaciones injustas y la experiencia personal sólo eso, un grano de arena en la gran playa de los ejemplos en contrario. Lo sé, pero no puedo evitar mis reservas, ni aparentemente mi mala suerte; ni en cualquier caso la sensación de pérdida, de encogimiento del bienestar social que me producen los cambios que la lógica de su funcionamiento está imponiendo en el reparto de la paquetería y el correo.

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Y aquí encaja todo lo dicho más arriba: el servicio presentado casi como un favor; el que paga convertido en el que obedece, en el que tiene que plegarse a los horarios y rutas del distribuidor, lo que en la práctica significa esperar toda la mañana o todo el día; y luego, si a pesar de tanta dedicación fracasa el encuentro, llamar para pedir una segunda oportunidad. Eso sí, por favor, que el cliente siempre tiene que ser amable.

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