Los huertos urbanos
Uno de los más deliciosos atavismos de la especie es sentarse bajo un árbol, en torno a una mesa de madera descabalada, cubierta con un mantel de hule que exhibe las manchas circulares y violáceas de las botellas y porrones de festines de ayer, dar cuenta del almuerzo, o aunque sea una esqueixada, o que sea nomás una sandía de pulpa roja, jugosa y reluciente; alrededor se tienen que extender ondulantes los campos de cultivo donde cantan las cigarras o los bancales y las tapias de un huerto, quizá uno de esos huertos de arrabal, tras muros desconchados y mamposterías quebradas, tan vivos y expresivos como cualquier paisaje de Gimeno, un artista que pintaba lo que se le ponía por delante y sin pensárselo dos veces, y a veces ni siquiera una vez, mientras sus contemporáneos hoy más celebrados preferían retratar a las pálidas señoras de la burguesía y los cafés de París en un amanecer otoñal...
Para completar la escena atávica, no estaría de más que de vez en cuando se oyese la esquila de una oveja o el rebuzno de un burro que se espanta las moscas meciendo la cola en el aire tórrido de la tarde de verano. Quien no haya sido fastidiado por esas moscas no conoce la dulzura de vivir. Fellini rodó un almuerzo parecido, y le agregó el pariente chiflado que se encarama a la copa de un árbol y se pone a gritar, lastimero y urgente: "Voglio una donna!", sin que su familia encuentre la manera de hacerle entrar en razón. Mientras su lamento se difunde por los campos, va oscureciendo... Fundido en negro, y a otra escena. Ésta es de Amarcord, Recuerdos, pues efectivamente esos almuerzos (sin loco en el árbol) se han venido produciendo desde tiempo inmemorial, pero ahora pertenecen al pasado. La ciudad ha crecido a costa del huerto y viñedo que antaño la sustentaba.
Sin embargo, es tan sorprendente y variopinta Barcelona que así exactamente estaba yo el otro día conversando con don Amable, un señor que hace honor a su nombre, trabajador de la Seat ya jubilado, oriundo de Galicia y avecindado aquí desde hace décadas: sentados como un paradigma, bajo la higuera, con una sandía abierta sobre la mesa de pringoso hule, y frente al chopo que señala el otro límite del huerto vallado, en pleno casco urbano, en la masía Can Cadena de La Verneda. Unos cuantos señores, también ellos jubilados, se afanaban en torno a sus pequeños sembradíos, el uno con la regadera, el otro manejando el azadón; por encima de las tapias se veía el campanario de una antigua ermita, y unos bloques de apartamentos al acecho como un ejército de titanes completaban la escena virgiliana y posmoderna.
Ese es uno de los huertos que el municipio ha ido abriendo por los barrios: parcelan un terreno expedito, lo vallan, lo dotan con taquillas para guardar los aperos, con aseos, con tomas de agua y herramientas; informan a los centros cívicos para que los vecinos interesados soliciten el usufructo durante cinco años de una parcela de 30 metros cuadrados en la que podrán cultivar sus hortalizas según las normas de la agricultura ecológica; se sortean las parcelas... y ya, go west, young men. Al cabo de unas semanas el terreno baldío ofrece el poco estimulante aspecto que presentaba ayer el último espacio habilitado hasta la fecha, el de la finca Torremolina, en la zona contigua a L'Hospitalet, donde algunos hortelanos bisoños hurgaban la tierra sin mucha pericia, y otros observaban sus retales de plantas pochas y tercamente mudas, rascándose el cogote por debajo del sombrero de paja. Pero la experiencia asegura que el lugar se convertirá en un vergel, como el que tenemos delante de la masía de Can Cadena, fecundo y verde de lechugas y escarolas, tomates y berenjenas, coles y cebollas, acelgas y otras hortalizas deliciosas, y donde sólo hay una parcela abandonada y en catástrofe, tomada por la maleza, con las plantas de calabaza derribadas por el peso de sus propios frutos y de las plantas parásitas: su dueño es perezoso, o se ha ido de viaje...
Lo mismo que hay jardines de infancia, están estos huertos de pensionistas, en cuyo cultivo el tiempo se pasa sin sentirlo y luego, de repente, vuelve a pasar. Aluden a un apartamiento del mundo, como en las representaciones medievales de la Virgen María en su Hortus conclusus, y como en el final de Cándido, el cuento filosófico de Voltaire, cuyos protagonistas, tras mil viajes y padecimientos, encuentran la única felicidad posible en el cultivo de su huerto, ya que también cuando el hombre fue colocado en el jardín del Edén fue para labrarlo, "ut operaretur eum", recuerda Pangloss. Para ensimismarse y abstraerse, y apartarse, y olvidarse de todas las cosas del mundo en tiempos difíciles empezaron a cultivar sus huertos Ludvik Vaculik y Ernst Junger, pero cuando leo sus dietarios me salto los pasajes relativos a este asunto, pues pocas cosas me interesan menos que se les helaran los guisantes en 1971, aunque sé que son de la mayor importancia, en el texto, y en la vida encantada de los hortelanos.
museosecreto@hotmail.com
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