El exiliado 'lehendakari' Aguirre
Al fallecer en París José Antonio Aguirre (1904-1960), diputado del PNV en la II República y presidente del Gobierno vasco desde 1936, su rival político, Indalecio Prieto, diputado socialista por Bilbao y ministro en la República y la Guerra Civil, le dedicó una emotiva semblanza titulada José Antonio y su optimismo. En ella, junto a este rasgo de su personalidad, el inquebrantable optimismo de Aguirre, Prieto lo diferenció netamente de Sabino Arana, el fundador del PNV, al escribir: "Sabino era un apóstol y José Antonio, un político. Ni José Antonio servía para el apostolado, ni Sabino tenía aptitud para la política, y menos para cualquier política gubernativa".
Aun siendo en gran medida cierta esta tajante distinción entre los dos principales líderes del nacionalismo vasco, debe ser matizada en ambos casos. Sabino Arana (1865-1903) fue no sólo el ideólogo radical e integrista de su primera etapa (1893-1898), sino también un político pragmático como diputado provincial de Vizcaya (1898-1902), e incluso oportunista en el último año de su vida, cuando planteó su controvertida "evolución españolista", aunque en su fuero interno seguía siendo independentista. Del mismo modo, Aguirre no fue siempre un político pragmático, que en ocasiones pecó de oportunismo, sino que, como su amigo Manuel Irujo, diputado del PNV y ministro de la República, atravesó por una fase de nacionalismo radical e independentista durante la Segunda Guerra Mundial, cuando soñó, al igual que Arana, con la independencia de Euskadi con la ayuda de Estados Unidos y Gran Bretaña.
EL PROFETA PRAGMÁTICO. Aguirre, el primer lehendakari (1939-1960)
Ludger Mees
Alberdania. Irún, 2006
371 páginas. 34 euros
Si el sueño de Arana se lo llevó a la tumba, junto con su "evolución españolista", en 1903, el de Aguirre sucumbió en 1945, al término de la contienda mundial, momento en el que llevó a cabo uno de los mayores virajes políticos del PNV en su dilatada historia. Pasó entonces de no querer saber nada de la República española, considerando muertos la Constitución de 1931 y el Estatuto vasco de 1936, a convertirse en el valedor de las instituciones republicanas en el exilio, mediando con su prestigio entre los divididos republicanos, socialistas y catalanistas y contribuyendo en 1945 a la reconstrucción de su Gobierno, del cual Irujo volvió a ser ministro y el mismo Aguirre pudo haber sido presidente en 1947 y en 1951, a propuesta de Diego Martínez Barrio, presidente de la República. Dicho viraje obedeció a que Aguirre e Irujo se percataron de que para resolver el problema vasco era imprescindible solucionar primero el problema español: la sustitución de la dictadura de Franco por un régimen democrático. De ahí que Aguirre se aprestase a esa tarea con tanto empeño que llegó a ser una figura clave de la política republicana en la posguerra mundial.
Ésta es una de las aportaciones relevantes de la biografía escrita por el profesor Ludger Mees, que abarca el periodo del segundo Aguirre, desde el final de la Guerra Civil hasta su muerte, durante los decenios de 1940 y 1950. Su título, El profeta pragmático, puede parecer paradójico e incluso contradictorio; pero su lectura demuestra que Aguirre no fue sólo un político caracterizado por su pactismo y su pragmatismo, sino que tuvo también, en menor medida que Arana, una faceta de profeta, cuya misión consistía en guiar a su pueblo a la tierra prometida, a una Euskadi liberada del yugo de la dictadura franquista.
Sin duda, ese aspecto acrecentó su gran carisma. Éste se fraguó en la República y la Guerra Civil (el primer Aguirre, elegido lehendakari con tan sólo 32 años), se consolidó con su odisea en la Alemania nazi durante la Guerra Mundial, culminó en la inmediata posguerra y declinó en la triste década de 1950 por el fracaso de sus proyectos políticos y la imposibilidad de retornar a Euskadi, al mismo tiempo que se deterioraba paulatinamente su salud física. Su prematura muerte en 1960 produjo un auténtico trauma a la comunidad nacionalista vasca, que lo veneró y mitificó sobremanera, aunque sin alcanzar la mitificación sacralizada de Sabino Arana. Su repentino fallecimiento le impidió conocer las graves consecuencias que para su movimiento iba a tener la más importante escisión en toda la historia del PNV, acaecida medio año antes, con el nacimiento de ETA en 1959.
La muerte de Aguirre representó el final de una etapa del exilio vasco tras la Guerra Civil, cuyos rasgos principales quedan perfectamente perfilados en esta rigurosa y bien narrada biografía. En ella Ludger Mees deja patente que José Antonio Aguirre fue, junto con Manuel Irujo, uno de los pocos dirigentes nacionalistas vascos con talla de estadista por su influencia no sólo en la política española sino también en la política internacional. En este sentido, el único de los políticos vascos del siglo XX comparable a Aguirre fue su rival, pero también amigo, Indalecio Prieto, quien murió igualmente en el exilio, en 1962, sin volver a pisar su añorada tierra vasca y española.
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