Picasso de las mujeres
El museo del pintor en Málaga acoge la exposición 'Musas y modelos'
Hay una sensación de intrusión al entrar en esta galería de mujeres pintadas y esculpidas por Picasso entre 1906 y 1971, como si nos asomáramos a cuartos de estar y dormitorios ajenos. ¿Cómo puede entrar otra persona en mis deseos?, se preguntaba el pintor en 1935. Y ahora mirar estos retratos es entrar en los sueños y deseos de este hombre que pinta mujeres, ni modelos ni musas, a pesar del sugerente y musical título de la muestra, Picasso. Musas y modelos, en el palacio de Bellavista de Málaga, Museo Picasso, casa fortaleza familiar alrededor de un patio claro. Estas cinco mujeres, Fernande Olivier, Éva Gouel, Marie-Thérèse Walter, Dora Maar y Jacqueline Roque, o quizá seis, a la sombra muchas veces de la esposa celosa Olga Kokhlova, no son modelos, pasivas ante el artista que copia, ni musas que vuelan después de inspirar, sino que mantienen una relación personal, dramática y traumática, mutuamente transformadora, con el pintor. Y el espectador, el mirón de estos cuadros y bocetos y esculturas, es un entrometido.
Pintaba el trabajo del tiempo en las mujeres, cinco cuadros al día
Miro el dibujo de la Mujer que llora, de junio de 1937, mujer con alfileres o clavos en un ojo. De aquí salió el Guernica, y varios óleos, que copió la mujer del cuadro, la fotógrafa Dora Maar, asumiendo el idioma pictórico de Picasso, su pareja amorosa. Dora, mirándose a través de Picasso, se exageró el rictus de la boca dentada, se adornó la camisa con un estampado de hojas marrones, y se pintó rubia, como la otra mujer de Picasso en ese momento, Marie-Thérèse Walter. Los retratos picassianos eran parte de una conversación de amantes: interpelación, interrogación, afirmaciones y negaciones, súplicas. Dora Maar también pintó a Picasso esos días, al óleo, un retrato con sombrero negro, siniestro personaje, con rastrillo u horca de labrador, boca firme, cerrada, que no permite más diálogo que las lágrimas, las cejas como espinas, los clavos en el ojo, los dientes al aire.
Entonces Picasso pintaba el trabajo del tiempo en las mujeres, cinco cuadros al día, dos de Dora, tres de Marie-Thérèse, o de las dos fundiéndose en una, y con una tercera, Olga. Hay aquí un óleo sobre papel, de enero de 1939, una cabeza de mujer múltiple en blancos y azules, agua en movimiento, en remolino, que se va por el desagüe espantada y mirando fijamente. Fernande Olivier, la compañera de los años famélicos de los funambulistas, aparece en imágenes de 1906 a 1909, progresivamente endurecida en protuberancias y accidentes orográficos, fósil, como si compartiera la historia geológica de la tierra, una cabeza de bronce en el otoño parisiense de 1909. Llega entonces la liviandad, que exige unos trazos de óleo muy claro para que no se desvanezca, Éva Gouel, la más amada nunca. "La quiero mucho", le decía Picasso a su marchante, "lo voy a escribir en los cuadros". Lo escribía: Ma jolie Éva, Ma jolie, que era el título de una canción de moda. La vida era una comedia musical. Y entonces se convirtió en melodrama, y Éva agoniza, amor fugaz de tres años, mientras los zepelines alemanes atacan París.
Llegó la época de Olga, la danzarina de Diaghilev y sus ballets rusos, y Picasso inventó en el placer de posguerra de los años veinte el estilo de las portadas discográficas de los años cincuenta. Y buscó la angustia, fuera de la ley, de querer a una ninfa, Marie-Thérèse Walter. Sonó la hora de la guerra de España y Dora Maar, que fue a fotografiar a Picasso al estudio-castillo en el que el ogro guardaba a su princesa encantada. La fotógrafa vio la mirada rapaz de Picasso a la fotógrafa. Y Picasso pintó caras dislocadas de mujer mientras Hitler amenazaba Checoslovaquia. Olga fotografía la construcción del Guernica, mientras Picasso la pinta para el Guernica, y la prolonga en sus mujeres enlutecidas o desnudas frente a las explosiones de la guerra mundial y la ocupación alemana. Una mujer tumbada, con una mano gigantesca, se tapa la cara frente a los bombardeos, y la pintura estalla. Las guerras mundiales son también guerras personales, íntimas, según la historia que cuenta esta exposición, delicada, inteligente, absolutamente para ver, coordinada por María González de Castejón. Y, en la última sala, final feliz, aparece Jacqueline Picasso, la coleccionista de las obras que aquí se exhiben.
Jacqueline es la señora Z, de Villa Ziquet, en Cannes, pintada en junio de 1954, en el balcón, a la espera de lo que guarda el horizonte. Se sienta en mecedoras, sillas, tronos, niña o muñeca de uñas pintadas y frente de adulta, viuda de pañuelo negro en la cabeza y roja dedicatoria del pintor, princesa de harem turco, reina de la feria y de la casa, emperatriz desnuda, dividida, enmascarada, ídolo egipcio, tótem o poste de pieles rojas, acorralada, invadida, ensombrecida, dilatada, mutada por el tiempo, ante un espejo asombrado de lo que ve. Se desnuda, despeinada, interrogante y sorprendida por los ojos que la están mirando, y el pintor la cubre con un traje de muñeca de recortable, el papel y el lazo dorado que envolvían una caja de bombones, en la víspera de San Valentín. Entonces vemos un autorretrato de Picasso, viejo verde pálido de gran nariz roja, pordiosero en su sillón, un poco lamentable, y, muy cerca, pintada el día siguiente, a Jacqueline, que mira con cara de lástima.
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