El eterno aprendiz se examina de nuevo
Luiz Inácio Lula da Silva ha sido el primero en varias cosas en Brasil: el primer sindicalista que llega a presidente, el candidato que ha logrado el mayor número de votos en la historia del país y hoy puede convertirse en el primer presidente elegido en primera vuelta tras la restauración de la democracia en 1985. Pero cuando nació hace 60 años en Garanhuns, en el Estado de Pernambuco, al noreste de Brasil, pocas cosas hacían augurar que alguna vez conseguiría ser el primero en algo, en un país marcado por las desigualdades sociales y sobre todo por una gigantesca brecha entre ricos y pobres que no ha hecho sino agrandarse con el paso de los años.
Séptimo hijo de una campesina analfabeta que daría a luz otras cinco veces más, Luiz Inácio da Silva -Lula no sería añadido oficialmente a su nombre hasta los ochenta- supo desde muy pequeño lo que era el hambre, la ley de la calle y la desestructuración familiar. Su padre, también analfabeto, de carácter muy autoritario y nada cariñoso con sus hijos, se marchó con otra mujer a la ciudad de Vicente de Carvalho, en el Estado de São Paulo, poco antes del nacimiento de Lula, y sus escasas visitas al domicilio conyugal tenían como casi inevitable consecuencia un nuevo embarazo de Eurídice, la madre de Lula, conocida como doña Lindu.
Luce trajes del diseñador Ricardo Almeida como si los hubiera usado siempre
Lula fue el séptimo hijo de una campesina analfabeta que daría a luz otras cinco veces
Que el padre también fuera analfabeto supuso el primer golpe de suerte en la vida del futuro presidente, porque la mala interpretación de una carta significó que doña Lindu y los ocho hijos que sobrevivían -cuatro murieron al poco de nacer- se trasladasen a Vicente de Carvalho. Allí la madre vio en persona la situación de su marido, algo que en realidad ya conocía. El hombre propuso como solución un acuerdo del tipo "un esposo con dos hogares", y aun pobre y en un país machista ella tomó la decisión de abandonarlo y sacar adelante sola a sus hijos. Con apenas ocho años, Lula había recibido ya dos lecciones de su madre que le marcarían para el resto de su vida. La primera, cuando ella decidió vender sus pocas posesiones y abandonar su hogar en busca de un futuro mejor. La segunda, cuando prefirió la incertidumbre a la humillación y, sin un lamento, volvió a cargar con sus hijos y se marchó a São Paulo, que ya apuntaba a convertirse en el pulmón económico del país.
El presidente brasileño puede ser muy amable o muy vehemente, tanto que llega a intimidar a sus interlocutores y también al electorado. Aunque las canas han suavizado su imagen, su carácter está marcado por los años en que vivió en las barriadas pobres de São Paulo y Lula no duda en dejar aflorar este carácter cuando lo considera necesario.
Prefiere las relaciones cercanas y las comidas con los amigos -algunos de ellos de toda la vida- a los encuentros con desconocidos, pero a la vez el protocolo no le intimida y es capaz de lucir trajes del diseñador brasileño Ricardo Almeida con total naturalidad, sin envaramiento, como si los hubiera usado desde pequeño. Jamás ha querido aparecer durante las cinco campañas presidenciales en las que ha participado vestido con el mono de obrero, sino con traje y corbata. Y tiene una explicación para ello: "A todos los obreros de Brasil les gustaría tener un buen traje y una corbata bonita", ha subrayado en ocasiones.
En sus intervenciones públicas, Lula suele insistir en que su madre era analfabeta y que él no pudo acabar la educación secundaria. Y lo hace para dirigirse a un electorado al que invita a creer que Brasil es un país donde los más humildes pueden llegar a lo más alto, una propuesta que parece muy lejana para los 25 millones de sus conciudadanos que son pobres. Pero Lula tiene buenas razones para pensar que es verdad, porque le ha sucedido a él. Observándole en los mítines subido al escenario, con la camisa arremangada y micrófono en mano, cuesta creer que a este hombre al que le encanta dirigirse al público, bromear con él y provocar sus aplausos, fuera un niño tímido al que le era prácticamente imposible trabajar como vendedor ambulante para llevar unas monedas al final de la jornada a la pequeña economía familiar.
Viendo el resultado, en cierto sentido, para Lula dejar la escuela no supuso un giro negativo en su vida, ya que su madre le obligó con 16 años a realizar un curso de mecánico tornero, sin sospechar que el día en que lo inscribía en una academia lo estaba colocando en el camino a la presidencia de la República. De su experiencia como obrero, Lula sacó muchas cosas y perdió algunas, entre ellas el dedo meñique de la mano izquierda. Su entrada en la vida sindical fue casi una casualidad. Jamás le había interesado la política. De hecho, y a pesar de ser de izquierdas, reconoce que nunca ha leído a Marx, se confiesa católico y más cercano a los postulados de la teología de la liberación que conoció de la mano de frai Betto, uno de sus inspiradores. No es extraño por ello que el Partido de los Trabajadores (PT) fuera fundado en 1980, en plena dictadura militar, en las instalaciones de un colegio católico, y que el presidente sea íntimo amigo del arzobispo de São Paulo, el cardenal Claudio Hummes, una de las figuras más importantes de la Iglesia brasileña.
Está casado en segundas nupcias con Marisa Letícia da Silva, quien en su juventud también fue obrera en una fábrica, con la que tiene tres hijos. Pero hay otras dos historias de las que no habla nunca. La primera hace referencia a su primera esposa, que falleció junto al niño que ambos esperaban cuando estaba a punto de dar a luz en 1971. Casualmente, Marisa Letícia da Silva también era viuda al casarse con Lula y aportó al matrimonio un hijo. La segunda historia fue aireada por todo el país durante la campaña electoral de 1989 cuando Miriam Cordeiro, una enfermera, reveló que el presidente tenía una hija secreta nacida en 1974. Cordeiro, de raza negra, acusó al entonces candidato del PT de racista y de haberla presionado para que abortara, cosa que ella no hizo.
Lula es un hombre consciente de sus limitaciones, pero al mismo tiempo reclama el derecho a equivocarse y a la posibilidad de aprender. "He aprendido mucho durante estos cuatro años", asegura a sus simpatizantes. Tal vez por no haberla terminado, Lula interpreta la vida como una escuela permanente. Aprendió a vivir en la calle, a ser obrero, sindicalista, político y finalmente presidente. Y hoy se enfrenta a uno de los exámenes más importantes de su vida.
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