Luces y sombras de Lula
El persistente alto índice de popularidad de Lula durante el último año ha hecho que sea el presidente brasileño que llega al final de su periodo con la mejor valoración personal y que tenga grandes posibilidades de alzarse con el triunfo en la primera vuelta electoral de mañana, domingo. Las luces de su mandato presidencial, iniciado hace cuatro años, basadas en notables avances en políticas sociales y en un exitoso manejo de las principales variables políticas, superan con creces las sombras de la corrupción galopante y las fallas de un sistema político con notables desajustes.
Uno de los logros más sobresalientes de Lula ha sido conseguir la disminución de la enorme desigualdad social que afecta al país. Inmersa su economía en un clima de bonanza internacional, energéticamente autosuficiente y poseedora de un empresariado moderno e innovador, las grandes cifras macroeconómicas han permitido destinar fondos a aliviar uno de los mayores dramas de Brasil, el que gira en torno al eje pobreza-desigualdad. El año 2004 ha sido el menos desigual en términos de renta desde 1984. Aunque en realidad el actual Gobierno no ha hecho sino continuar lo emprendido por el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, las tasas de desigualdad han decrecido notablemente. Los cambios en el mercado de trabajo y una decidida apuesta por políticas asistenciales son los responsables de estos resultados positivos.
Más que llevar a cabo grandes políticas públicas de carácter universalista, Lula ha puesto en marcha programas sectoriales dirigidos hacia los pobres y con un alto índice de priorización popular. Programas de transferencia de renta como los de viviendas rurales y prestación continuada favorecen a más de cinco millones de familias y los beneficios de ambos igualan a un salario mínimo. A ellos cabe añadir otros programas como los de bolsa de familia, erradicación del trabajo infantil, bolsa-escuela, bolsa-alimentación y auxilio-gas. Si bien el alcance de estas acciones es general, su mayor impacto se ha producido en el noreste, la región más pobre, donde la presencia novedosa del Estado es un hecho y el voto masivo a favor de Lula una respuesta asegurada.
Paralelamente, la campaña electoral, urdida de manera casi exclusiva en torno a Lula, va a traer consigo que el debilitamiento del Partido de los Trabajadores (PT), cuya derrota está prevista en los tres principales Estados del país (São Paulo, Río de Janeiro y Minas Gerais), no tenga apenas consecuencias. Lula aparece sólo en los diferentes formatos publicitarios sin el logo del partido que él mismo fundó en plena dictadura y del que ha sido candidato histórico en siete elecciones presidenciales consecutivas.
Además, Lula ha establecido una insólita alianza con los evangélicos después de la derrota de su líder, Antonio Garotinho, en la primera vuelta de las presidenciales de 2002. Los evangélicos incluyen entre sus miembros al vicepresidente José Alencar, del Partido Republicano Brasileño (PRB), y a la gobernadora de Río, Rosinha Garothino, y su peso electoral se acerca al 20% del censo. Su condición de fuerza extremadamente conservadora no impide el matrimonio de conveniencia establecido y augura una segunda presidencia menos izquierdista que la que ahora termina, con un menor papel aún del PT, obligando a Lula a compartir todavía más el poder con un ultrafragmentado Congreso.
Finalmente, la estrategia de su principal oponente-el poco popular Geraldo Alckmin, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y gobernador de São Paulo- de atacar directamente a Lula en las últimas semanas de campaña no parece haber tenido el efecto esperado.
La balanza negativa de Lula acoge un incremento notable de la corrupción, visible en el aumento de personas involucradas procedentes de los niveles más diversos. Los escándalos han salpicado fuertemente al equipo de gobierno, lo que produjo la salida de José Dirceu y de Antonio Palocci, a decenas de diputados nacionales e incluso al jefe de la campaña electoral, pero sin que llegaran a afectar al propio presidente gracias a un continuo malabarismo que a la vez se conjuga con el cinismo imperante en una población muy desconfiada.
En 2005, Brasil ocupaba el puesto 62 en la clasificación de Transparencia Internacional basada en el Índice de Percepción de la Corrupción, mientras que el informe de hace cuatro años le situaba en el lugar 46.
Desde la perspectiva del sistema político se da una chocante contradicción. Por un lado, hay el avance de las instituciones representativas de Brasil que se refleja en que la próxima elección presidencial será la quinta consecutiva, circunstancia insólita en los últimos 60 años; tendrá una concurrencia estimada de 100 millones de electores (sobre un censo de 125 millones), y dispondrá de una administración electoral ejemplar, con urnas electrónicas y la desaparición de cualquier sospecha de fraude. Por otro, la representación proporcional que se aplica en el Congreso (Brasil es la única democracia de masas que usa este sistema), sin umbral mínimo y con listas abiertas, produce unas Cámaras muy fragmentadas donde ningún partido alcanza el 20% de los escaños desde hace años y los índices de descomposición de los partidos y de transfuguismo son muy elevado, lo que obliga al Ejecutivo a abrir numerosos procesos de negociación, a veces con individuos aislados.
En este marco, Lula, que posee enormes herramientas desde la presidencia, se verá obligado a conseguir el siempre difícil apoyo de cuatro o cinco partidos que cierren filas en torno al PT para confrontar al eje opositor construido en torno al PSDB y al Partido del Frente Liberal.
Manuel Alcántara Sáez es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca.
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