El infinito turbulento de Michaux
Una exposición en Madrid reivindica el diálogo entre pintura y poesía en el autor belga
"Belga, de París. Le gustan las fugas. Marinero a los 21 años. Atlántico Norte y Sur, Amazonas, Ecuador, India, China. Sus libros le han hecho pasar por poeta. Pinta desde hace poco". Así se retrataba Henri Michaux (1899-1984) a los 40 años. "Hace poco" era 1937, el año en que empezó a alternar el pincel y la pluma. Una década antes no le interesaba la pintura. Le molestaba más bien: "Apartaba los ojos de ella", escribió. Una exposición de Paul Klee le dejó mudo. Desde ese momento, el pintor suizo sería uno de los tres artistas de cabecera del escritor belga nacionalizado francés. Los otros dos eran Max Ernst y Giorgio de Chirico. Un exquisito, un surrealista y un metafísico. Mucho de todo eso hay en la obra de alguien que, decía, pintaba fantasmas y al que no le gustaban las etiquetas. Ni las directrices. Con poco más de veinte años sus padres quisieron que estudiara medicina. Él quería ser monje. Al final se enroló de fogonero en un barco que le llevó a las Américas. Ya no pararía de viajar.
"Pinto como escribo. Para encontrarme, para reencontrarme", escribió
En China descubrió la caligrafía y la intimidad entre escritura y pintura
En 1927 publicó Quién fui, un libro que inauguraba una poesía sin poemas, onírica y sentenciosa. Mística, inclasificable. "La poesía", afirmaba, "es un regalo de la naturaleza, una gracia, no un trabajo. La sola ambición de hacer un poema basta para matarlo". Seis años más tarde saldría a la luz su obra más popular, Un bárbaro en Asia, un chispeante libro de viajes que sería traducido al español por Jorge Luis Borges, al que había conocido en Buenos Aires. En China, precisamente, descubrió Michaux la fascinación por los ideogramas y la caligrafía, la inmediatez de la tinta y la acuarela, la intimidad entre escritura y pintura.
Ese universo fronterizo es el que recoge Henri Michaux. Icebergs, la muestra que desde esta tarde y hasta el 19 de noviembre puede verse en el Círculo de Bellas Artes de Madrid (circulobellasartes.com). Juan Manuel Bonet, ex director del Museo Reina Sofía y comisario de la exposición, revolvió la casa de Micheline Phankin, última compañera del poeta, para seleccionar buena parte del centenar largo de óleos, dibujos, grabados, libros, cartas y manuscritos expuestos ahora. Amén de que muchas obras se vean en público por primera vez, para Bonet la gran virtud de Icebergs es la relación que plantea entre las dos dimensiones creativas de Michaux. Hasta ahora la pintura se había enseñado por un lado. La poesía se editaba por otro. Se trataba, pues, de recuperar el espíritu de alguien que avisaba: "Pinto como escribo. Para encontrarme, para reencontrarme, para encontrar mi propio bien que poseía sin saberlo".
Reaparece, pues, el Michaux total. El de los primeros tanteos figurativos en color. El que en los años cuarenta alternó los ideogramas y las figuras en movimiento con una etapa dramáticamente oscura. Su mujer murió en un incendio y su obra se pobló de monstruos y "cabezas enloquecidas". Por supuesto, no faltan los dibujos eléctricos ejecutados bajo los efectos de la mescalina. La empezó a tomar en los años cincuenta. Lo mismo que el peyote y el hachís. "Para que la mescalina produzca su efecto", afirmaba, "es necesario que encuentre vías ya trazadas, es decir, una disposición natural a la ensoñación". Paralelamente a esos dibujos, escribió libros lisérgicos como Miserable milagro y El infinito turbulento. Michaux dejó las drogas -"No estaba muy dotado para la dependencia"-, pero no las ensoñaciones. En las paredes del Círculo de Bellas Artes cuelga su último lienzo. Lo pintó en 1984, el año de su muerte. Era un hombre solitario. No le gustaba que lo fotografiaran pero sus retratos los firmaron Brasaï, Giséle Freund y Claude Cahun. Odiaba la vida social pero la lista de sus devotos no había dejado de creer: de Octavio Paz a Paul Celan, pasando por la generación beat o John Ashbery. Francis Bacon siempre lo consideró superior a Jackson Pollock.
En España ha sido ampliamente traducido (en editoriales como Alianza, Pre-Textos, Visor o Cátedra). Siempre contó, además con la admiración de pintores como Antoni Tàpies, Antonio Saura, Luis Gordillo, Miquel Barceló o Eduardo Arroyo, que lo conoció en París y escribe en el catálogo de Icebergs: "Me acerqué más a Micheline, su mujer, que a él porque quemaba".
En el fondo, Henri Michaux tenía algo de pintor prehistórico. Como un artista de los tiempos en que no existía el arte. "Si trazas un camino", avisaba, "¡cuidado!, te costará trabajo volver a campo abierto". Para él comprender era marchitar. De ahí la superioridad de la pintura: permite una simultaneidad que es ajena a la escritura: "Los libros son aburridos de leer. El camino está trazado, de vía única". De ahí, también, su obsesión por la obra anónima de los locos y de los niños. En Passages, un libro de 1950, escribió: "A los ocho años Luis XIII hace un dibujo parecido al que hace el hijo de un caníbal de Nueva Caledonia. A los ocho años, tiene la edad de la humanidad, tiene por lo menos doscientos cincuenta mil años. Algunos años más tarde los ha perdido, no tiene más que treinta y uno, se ha vuelto un individuo, no es más que un rey de Francia, atolladero del que no saldrá nunca".
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