"No se puede gobernar mintiendo al pueblo"
Los húngaros expresan con sus violentas protestas en la calle una creciente desconfianza en el sistema político
Iván y Margit Reinitz retiraban ayer del interior de su coche los cristales rotos en la madrugada del martes a golpe de adoquín. Jóvenes incontrolados que trataban de cercar la sede del Partido Socialista húngaro no respetaron el Dahitsu negro de segunda mano, aparcado en una plaza para minusválidos y claramente señalizado. Fue el único vehículo dañado de toda la calle, en la misma manzana que la sede del partido gobernante, en Budapest. Parece como si los vándalos hubieran querido castigar a esta pareja de jubilados por haber votado al primer ministro, Ferenc Gyurcsany, que ha enfurecido al país al reconocer en una grabación que mintió sobre la situación económica de Hungría.
"Me siento humillada, siento mucha rabia, no pienso volver a votar", asegura una mujer
Como si la pérdida "absoluta" de confianza en el sistema y la sensación de haber sido engañados no fuera suficiente castigo. "Estamos reflexionando mucho sobre si vale la pena votar", dice Margit, una comerciante jubilada, de 66 años, preguntada sobre si acudirá a las elecciones locales del 1 de octubre. "Mediante el voto ya no podemos cambiar nada", afirma. Ambos creen que Gyurcsany debería dimitir porque "no se puede gobernar un país mintiendo al pueblo". Pero Iván, de 72 años, que trabajó como herrero, refleja uno de los sentimientos contrapuestos que cunde en el país: "¿Quién podría sustituirlo, [Viktor] Orban? Es otro canalla", asegura, en referencia al candidato conservador derrotado en las elecciones del pasado abril, y que fuera primer ministro entre 1998 y 2000 al frente del partido Fidesz.
Katarina, una profesional de mediana edad que prefiere no dar más datos "por miedo" a los ultraderechistas, es otra votante frustrada del millonario primer ministro que dirige el Gobierno de izquierdas húngaro desde hace dos años. "Yo estuve en el gran mitin que dio antes de los comicios, en abril". "Decía que la economía húngara es un puma que estaba volando", relata. Un puma que, según reconoció Gyurcsany en una reunión a puerta cerrada con su grupo parlamentario en mayo, cuya grabación se filtró el pasado domingo, no se estrelló gracias a "la providencia divina, la abundancia de dinero en la economía mundial y centenares de trucos".
"Me siento humillada, siento mucha rabia, no pienso volver a votar", dice Katarina. Aunque cree que el actual Gobierno debería dimitir, no recurre al consuelo de manifestarse con la multitud que ayer, por cuarto día, se reunió en la plaza del Parlamento. "Demasiados ultraderechistas", dice. Katarina piensa que "los enfrentamientos violentos de cientos de manifestantes con la policía de las últimas noches se deben a hooligans que aprovechan las protestas para dar salida a su agresividad".
Sin embargo, entre los partidarios de la derecha concentrados ante el enorme Parlamento neogótico empieza a cundir la teoría de que hay "provocadores" de izquierda que pretenden hacerles pasar por violentos, sin que quede muy claro a quién se refieren. "A veces nuestros jóvenes pierden la paciencia, no pueden resistir las provocaciones y hacen volar botellas", explica Laszlo Tringer, un antiguo ingeniero de 71 años.
Horas después, Bence, un estudiante de secundaria de 14 años, dice: "Los que estamos aquí nos estamos manifestando de forma pacífica, los que entraron a la sede de la televisión húngara [la madrugada del martes] eran provocadores de la izquierda". Bence critica, además de las mentiras, las medidas restrictivas, entre ellas las tasas a los universitarios, anunciadas por Gyurcsany para reducir un déficit presupuestario que llegará al 10,1% del PIB este año, el mayor de la UE.
Los jubilados, otro de los colectivos más afectados por la subida de impuestos y las tasas sobre la sanidad, también arremeten contra el programa que el primer ministro repite que hay que cumplir. "Cuando llegaron al poder, tenían una economía muy buena y la han conseguido destrozar. Ahora que la situación es penosa, quieren apretar. No hay por donde apretar", dice Tringer.
Las manifestaciones que comienzan con pequeños grupos al mediodía, a los que va uniéndose gente a lo largo de la tarde, hasta llegar a las 10.000 personas, han sido, hasta ahora, pacíficas. Al anochecer, en la plaza se vive cierto ambiente de botellón, pues la cerveza abunda, y algunos espabilados hacen negocio vendiendo bocadillos. Los incidentes violentos se viven durante la madrugada, cuando la mayoría de manifestantes se ha ido a casa, y los grupos que quedan se dirigen a asaltar edificios emblemáticos.
Pese a que los presentes en la plaza nieguen la presencia de extremistas -"a todos los que no estamos de acuerdo con el Gobierno nos llaman fascistas o ultras", asegura Levente, de 25 años, mientras abre una lata de cerveza-, no hay que buscar mucho para ver trajes de camuflaje, cabezas rapadas, o pins o banderas que propugnan el retorno de la Gran Hungría, que perdió dos tercios de su territorio tras la I Guerra Mundial.
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