La educación para la ciudadanía
En círculos eclesiásticos y educativos católicos algunas personas me atribuyen la paternidad de la idea de la nueva asignatura de la Educación para la ciudadanía. Es totalmente incierto, aunque es verdad que siempre he defendido esa perspectiva y muchas veces he recordado que cuando mi padre estudiaba el bachillerato, en los años veinte del siglo pasado, cursó una asignatura que se llamaba entonces "Rudimentos de Ética y Derecho". Su impulsor fue el profesor Verdes Montenegro, que tenía un libro sobre el tema que no he podido consultar. Seguramente, la aseveración de mi paternidad en el tema deriva de la deducción interesada de estos antecedentes. Me gustaría haber influido en ese nacimiento concreto, pero lo cierto es que no he participado en él y que tampoco me han preguntado por posibles contenidos.
Cuando se ponga en marcha, sin duda podremos contribuir a la formación de profesores desde el Instituto "Bartolomé de las Casas", que dirige el profesor Rafael de Asís y cuyo profesorado tiene mucha experiencia en los temas que suponen el contenido de la asignatura.
Para no decepcionar a quienes me indican como autor de la idea y sin que nadie me lo haya pedido, voy a proponer unos contenidos para la asignatura, que naturalmente someteré a cualesquiera otros mejor fundados y justificados.
En otro artículo, "Las luces y las sombras", indiqué el origen intelectual de la pretensión de la Iglesia católica de monopolio en la formación en valores. Estamos ante un residuo que se acabó en el siglo XVIII y que en algunos casos se prolongó en el siglo XIX. España fue la excepción y se puede decir que, con la dictadura franquista, la presencia predominante de la Iglesia en la educación permaneció hasta la transición. La Constitución de 1978 no tuvo una reacción contra ese modelo, sino que lo racionalizó, lo favoreció y lo impulsó desde el derecho fundamental a la libertad de enseñanza. Por primera vez los colegios privados pudieron ser subvencionados para concertarse en apoyo de la enseñanza pública. Pero es sabido que la Iglesia-institución no se conformó con eso, sino que en las Comunidades Autónomas con Gobierno del Partido Popular se hizo una interpretación extensiva y no sólo han subvencionado muchos centros privados, especialmente pertenecientes a grupos religiosos integristas, sino que les han regalado terrenos públicos para hacer más fácil su instalación. En muchas ocasiones esas situaciones se han producido en detrimento de la enseñanza pública, a la que se ha cargado con la honrosa tarea de educar a los hijos de los emigrantes. Muchos colegios religiosos, afortunadamente no todos, olvidaron algunos valores evangélicos y no colaboraron en la tarea. No quisieron afrontar las dificultades y las complicaciones de educar a niños y a niñas que procedían de unas culturas diferentes. Nada de esto ha sido suficiente y ahora se consideran con derecho a monopolizar los valores como si todos los ciudadanos fueran creyentes y no estuviéramos en un Estado aconfesional.
Mi propuesta parte de la competencia plena de las autoridades públicas para fijar esos contenidos mínimos de la educación para la ciudadanía.
El primer bloque debe partir de la distinción entre la ética pública y la ética privada y del análisis de los contenidos de la ética pública democrática: idea de dignidad humana, valores constitucionales, derechos fundamentales y principios del Gobierno democrático (mayorías, respeto a la Ley, obediencia al Derecho, sometimiento de los gobernantes a la Ley, etcétera).
El segundo bloque debe desarrollar las relaciones entre el poder democrático y su Derecho: legitimidad de origen y de ejercicio del poder, la Constitución como norma básica, el ordenamiento jurídico, la jerarquía de las normas y las garantías, especialmente judiciales de respeto al Derecho. En este bloque debe dedicarse especial atención a diferenciar entre los contenidos, valores, principios y derechos y los procedimientos de funcionamiento de los órganos y las instituciones, de la aprobación de normas jurídicas y de actuación de los funcionarios y de los ciudadanos. De los primeros se puede discrepar, aunque sea de los aspectos más básicos. A los segundos hay que ajustarse en todo caso. En ello va la propia existencia de la democracia. El uso de las libertades de expresión, de prensa, de reunión o de asociación permite la disidencia, incluso la más radical, siempre que no se traspase el límite del claro y presente peligro de llegar a situaciones de violencia. Con un buen programa, este segundo bloque debe concluir con la idea de ciudadanía, sus requisitos y sus contenidos.
El tercer bloque debe ocuparse de modelos de casos difíciles. Así, se debe explicar en qué consiste la objeción de conciencia; los problemas de las minorías raciales, lingüísticas, culturales, de orientación sexual; los derechos de la mujer, con especial dedicación a los problemas de violencia de género; y, finalmente, el medio ambiente, el derecho al aire limpio, al agua limpia, a la no contaminación, a la preservación del entorno natural, etcétera.
Finalmente, la educación para la ciudadanía debe situarse en el marco europeo, en el valor y en las instituciones de la Unión Europea, que es nuestro entorno institucional, social y cultural. El rechazo de la violencia y de la guerra, el valor de las organizaciones humanitarias, la lucha contra la pobreza y contra la explotación de los hombres y de los pueblos, debe enmarcarse en los principios y los valores de la comunidad internacional y de Naciones Unidas.
Debe cuidarse mucho la preparación del profesorado, e incluso crear profesores propios de Educación para la ciudadanía. En todo caso, la atribución mayoritaria de esas enseñanzas a profesores de Filosofía o de Historia debe ser completada con una formación específica que les prepare para explicar los principales conceptos de la materia.
Nadie puede temer a esos contenidos ni afirmar que pretenden una manipulación ideológica. Al contrario, son esenciales para afirmar y fortalecer la democracia y la Constitución en la formación de las generaciones futuras.
Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.
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