Fronteras éticas
Con la previsible oposición de la Iglesia católica, el Gobierno acaba de aprobar el proyecto de Ley de Investigación Biomédica que, entre otros avances, permitirá, cuando se cumpla el trámite parlamentario, la clonación terapéutica y regula la existencia y funcionamiento de los bancos para conservar el cordón umbilical, cuya finalidad también es terapéutica. Las informaciones sobre la ley ya han glosado aspectos tales como su carácter científicamente avanzado o el hecho de que España sea el cuarto país europeo que contará con una regulación de la clonación terapéutica. La propuesta del Gobierno permitirá la investigación abierta sobre enfermedades que los médicos sólo pueden aspirar a curar con el tratamiento de células madre. Parece un ejemplo de manual de cómo la legislación puede adaptarse rápidamente a las nuevas condiciones en un campo social relevante.
La investigación en medicina responde en todo al patrón de conducta que debe aplicarse a la investigación en cualquier otro campo, que es el de máxima libertad posible. El posible en este caso viene determinado por vidriosas cuestiones éticas, que los portavoces de la Conferencia Episcopal se empeñan en confundir con imperativos religiosos. En un primer análisis, hay que decir que el proyecto del Gobierno no rebasa las fronteras éticas establecidas por consenso internacional. Por ejemplo, prohíbe construir embriones o preembriones destinados a la investigación; mantiene fronteras sociales muy claras que no se podrán franquear, como las obligaciones drásticas de consentimiento y confidencialidad. Además, mantiene la tesis de que el lucro no puede ser el principio director de los bancos de cordón umbilical. Un paso importante hacia la casi gratuidad de los depósitos, a excepción probablemente de los costes de mantenimiento. También es una excelente garantía el que los experimentos de clonación tengan que ser aprobados por un Comité de Bioética. Las garantías posibles en una sociedad democrática, obligada a decidir las barreras éticas en función de acuerdos sociales, se han adoptado escrupulosamente, y eso es, además de la máxima eficacia y responsabilidad en su aplicación, casi todo lo que se puede pedir a un Gobierno que defienda la libertad de investigación.
Los opositores a la ley disponen de pocos argumentos en contra, salvo que el recelo y la visión dogmática de la biología como un campo vetado por Dios se consideren razones de peso. La Conferencia Episcopal ha recurrido a la sal gorda, a sabiendas de que sus razones difícilmente son compartidas por una mayoría social en España y en Europa. Con todo, ni un acceso de irritación teológica ni la teoría veterotestamentaria de las leyes justas e injustas que defienden algunos obispos justifican que su portavoz, Juan Antonio Martínez Camino, venga desbarrando con expresiones como bioadulterios o incestos genéticos para descalificar a la investigación con embriones. Sorprenden por su zafiedad. Defienda en hora buena la Iglesia su tesis de la dignidad humana de los embriones, que será escuchada con respeto y la aquiescencia social o política que corresponda, sin que tenga que recurrir a exabruptos tan chabacanos.
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