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Una leyenda urbana

Lo último de Ian Schrager, el tipo que fundó el Studio 54, inventó el hotel de diseño y democratizó el minimalismo 'chic', es una sorprendente fantasía barroca y dos exclusivos edificios de viviendas. El rey de Nueva York está de vuelta

En Estados Unidos es posible triunfar, precipitarse al vacío, pudrirse unos años en la cárcel, resurgir de las cenizas, convertirse en paradigma de la modernidad y, encima, hacerse millonario. Ian Schrager nació en Nueva York, la ciudad que mejor representa la posibilidad constante de volver a empezar. "Si triunfo allí, lo conseguiré en cualquier sitio", decía la canción de Sinatra. Y eso es lo que siempre ha pensado Schrager, un empresario que tocó el cielo en los setenta al revolucionar las noches de la ciudad con la discoteca Studio 54; conoció el infierno de una prisión de Alabama por evadir impuestos y fue capaz de resucitar con otro gran club, el Palladium, y encima transformó el universo hotelero.

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El creador del concepto hotel-boutique provocó un terremoto estético en el panorama de los ochenta con el hotel Morgans en Nueva York. Le siguieron el Royalton y el Paramount, imitados desde entonces hasta la saciedad por haber abierto la era de los bares-lobby, meca nocturna tanto para millonarios como para secretarias, y templos del diseño extremo venerados por toda una generación de yuppies. El hotel Mondrian, en Los Ángeles, y el Delano, de Miami, marcaron estilo en los noventa con su fructífera alianza con el diseñador Philippe Starck, que culminó en 2000 con el Hudson (Nueva York). Y así hasta acumular más de una decena de hoteles inconfundiblemente suyos. Pero ahora, ya sumergido en el siglo XXI, Schrager se vuelve a reinventar. En Nueva York, con la última tentación para hedonistas: el hotel Gramercy Park.

Inventor de 'lobbies'. El legendario edificio de los años veinte, situado frente al único parque privado que queda en la ciudad, fue adquirido, remodelado e inaugurado por Schrager en agosto con una inversión de 200 millones de dólares. Pero como siempre, con este emprendedor de 60 años no se trata de un hotel común. Schrager ha querido romper completamente con esa atmósfera fría y minimalista que se convirtió no sólo en su sello de marca, sino en una corriente estética que ha pervertido la geografía hotelera del planeta. Para ello ha encargado la dirección artística a un neófito de la decoración, el artista estadounidense Julian Schnabel. El resultado es una sintonía extrañamente perfecta entre la estética de parador español, palacio renacentista con toques barrocos y casa de artista.

Algo indefinible. Exactamente lo que buscaba Schrager. "No sé cómo llamarlo, pero por eso sé que es bueno y que será difícil de imitar", dice sobre un hotel cuyos precios comienzan en los 500 dólares la noche. "Tendrá cosas únicas como el servicio. Los clientes tendrán un asistente personal, como el road manager de una banda de rock. Esto se debe a que, como soy más viejo, supongo que me hace buscar más comodidades".

Además del Gramercy, Schrager piensa regalar este año a la ciudad otro hito arquitectónico. En el número 40 de la calle Bond se alzará uno de los edificios de apartamentos más exclusivos del mundo, encargado por Schrager a los suizos Herzog & De Meuron. Además, claro, de los 25 apartamentos contiguos a su nuevo Gramercy que ha diseñado John Pawson, en los que además de minimalismo se ofrece la posibilidad de vivir en una casa con todos los servicios de un hotel.

Ambos proyectos, dominados por la limpieza de líneas, difieren rabiosamente del paisaje del lobby del Gramercy. Techos trenzados de vigas, columnas revestidas en madera, inmensos sillones granates de aspecto vetusto frente a la chimenea. Una chaqueta de matador dorada comprada en Madrid mira de frente hacia la recepción. Un sillón de cuero gastado. Una silla estilo castellano. Una lámpara de araña ocupa el centro de un espacio de cuyas paredes cuelga un cuadro gigantesco de Cy Twombly y otro de Julian Schnabel. En la habitación contigua, uno de Andy Warhol y otro ciclópeo de Schnabel.

"No lo ha hecho todo él", aclara. "A los artistas hay que controlarlos. Están acostumbrados a hacer lo que quieren, y esto es un negocio en el que se invierten muchos millones, no un cuadro que se vuelve a pintar si no te gusta. Schnabel dio su perspectiva única, pero hay todo un equipo detrás". Schrager, menudo, canoso, con aire y ropa claros como de jubilado de Miami y voz cascada como de mafioso de película, muestra el lobby de su hotel con seguridad. "Es el espacio más difícil en el que he trabajado porque no es mi estética. Soy un minimalista, pero decidí hacer algo que nadie hubiera esperado de mí y, en lugar de dejarme llevar por mi instinto, decidí conceptualizar. Quería algo que fuera clásico sin ser retro. Me interesaba hacer algo muy expresivo, muy ecléctico y muy personal. Por eso pensé en un artista", explica Schrager.

Referencias cruzadas. La habitación en la que transcurre la entrevista tiene ese aire de mezcla imposible del resto del hotel. "Al poner la estética en manos de Schnabel, lo que buscaba precisamente era darle al hotel un carácter único, como el que uno siente al entrar en una casa o en un estudio de artista", aclara. "Ellos tienen una manera de ver y combinar cosas que al resto se nos escapa y a la vez nos conquista. Es cálido, te arropa".

Schrager vendió el año pasado su imperio, el Morgans Hotel Group. "Me aburrí. Me cansé de ser el jefe de una gran empresa. Me había convertido en un hombre de negocios. Demasiadas responsabilidades. Además, cada ciudad estadounidense tiene ahora una mala copia de los hoteles que nosotros inventamos, así que decidí cerrar una etapa y arrancar de cero. Me gusta pensar que tuve un impacto en la industria, que ayudé a que el público pudiera sentirse más elegante sin ser rico y que gracias a nosotros ahora hay hoteles más originales donde escoger. Pero sentía que era necesario volver a ponerme retos". Ése dice haber sido el motor que ha movido su vida. "El dinero también, pero a estas alturas no es lo que me interesa. Lo que quiero es ver a la gente entrar por la puerta de mis locales y que se les caiga la baba".

Era 'disco'. En 1977 lo consiguió por primera vez al poner en marcha Studio 54, su segunda discoteca. La primera, Enchanted Gardens, la había abierto en el barrio de Queens un año antes junto a su socio Steve Rubell, pero un imprevisto, the son of Sam, el asesino en serie que aterrorizó Nueva York aquel verano, les complicó el negocio. "Actuó en Queens varias veces, así que la gente dejó de venir. Fue entonces cuando nos planteamos dar el salto a Manhattan", explica. Para cuando empezó en la noche, sin haber cumplido los treinta, Schrager ya había triunfado como abogado de la industria inmobiliaria.

Con sólo 300.000 dólares de inversión inicial, Studio 54 convirtió las noches de Nueva York en una fiesta enloquecida de la que todo el mundo hablaba y con la que nació una moda desconocida hasta entonces: el acceso restringido. Tú sí. Tú no. "Introdujimos el proceso de selección, pero sin basarlo en la raza o el dinero. La idea era buscar un equilibrio, crear la misma atmósfera que hubieras querido para una fiesta en tu casa, sólo que al hacerlo en el ámbito público se convirtió para algunos en algo ofensivo".

Según Schrager, esa ofensa tuvo algo que ver con su encausamiento, aunque no niega que efectivamente en Studio 54 se evadían impuestos. "Yo venía de una familia de clase media y, de repente, me empezó a llover dinero. El mundo del éxito me fagocitó, perdí el norte, me intoxiqué", reconoce con una sonrisa tranquila. "Pero te aseguro que aprendimos la lección. Cuando sales de la cárcel pierdes cualquier derecho económico. No nos daban ni tarjetas de crédito. Los amigos nos ayudaron a volver a empezar. Nunca más engañamos al fisco", dice. Sigue hablando en plural, aunque su socio y amigo Rubell muriera de sida en 1989. Él era extrovertido; Schrager, el hombre en la sombra.

De famosos y herederas. Aunque encuentra grandes diferencias entre el Nueva York de aquellos días míticos y el de hoy, aún "sigue habiendo mucha gente sofisticada" a la que dirigir sus proyectos. El Gramercy, sus apartamentos asociados y las viviendas del número 40 de la calle Bond. O Schnabel, Pawson y Herzog & De Meuron. ¿Ya no hay lujo sin un gran nombre detrás? "Odio todo el concepto de famosos", dice. "Si mis proyectos han funcionado, es porque el producto es bueno, no porque estén avalados por ningún nombre. A Philippe Starck apenas lo conocía nadie cuando empezamos. Y a Herzog & De Meuron les ocurría lo mismo". Otra cosa que odia, y de la que también se siente un poco culpable, es la obsesión actual por las celebridades. "Cuando arrancamos con los hoteles pensamos que conseguir famosos nos ayudaría. Funcionó hasta que el concepto se pervirtió. Antes, uno hacía algo interesante y eso lo convertía en famoso. Ahora, uno se vuelve famoso sin motivo y luego hace cosas. Como Paris Hilton [por cierto, hija de un magnate hotelero]. Es patético".

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