Un día lúgubre
Ayer fue un día lúgubre en el Congreso de los Diputados. Ayer, el principal partido de la oposición dio pábulo ante los diputados y diputadas que representan a todos los ciudadanos de este país a las declaraciones de un presunto homicida, Emilio Suárez Trashorras, la persona que, muy probablemente, facilitó a un grupo de fanáticos islamistas, por simple y estúpida codicia, la dinamita necesaria para los atentados del 11-M. Fue un día triste porque el Partido Popular se puso al servicio de un periódico, El Mundo, que ya no puede ocultar su condición de amarillo, para exigir al Gobierno que contestara en sede parlamentaria a ese presunto homicida.
De lo que se trataba ayer no era, ni tan siquiera, de la investigación de un periódico sensacionalista, ni mucho menos de la investigación del propio PP, sino simplemente de lo que ha dicho, en una pésima y complaciente entrevista, un presunto homicida que ayudó a matar a 191 personas.
Quede claro que a eso es a lo que se exigió ayer que respondiera un ministro del Gobierno de España y que a eso fue a lo que tuvo que responder, con ira justificada, Alfredo Pérez Rubalcaba. Nadie ha aportado una investigación propia con datos solventes, ni tan siquiera ligeramente acreditados, de que el 11-M fuera consecuencia de una conspiración con elementos de la Guardia Civil, el Cuerpo Nacional de Policía o los servicios de información. Ni un solo dato avalado, comprobado o demostrado en esa dirección. Nada. Justamente lo contrario: el esfuerzo, el trabajo de decenas de policías, expertos y especialistas ha desmentido, una y otra vez, cualquier hipótesis de esa conspiración. Sólo las declaraciones de los propios implicados continúan agarradas a esa temeridad, quizás en un intento de aliviar su posible culpa y su posible castigo.
Ayer fue un día políticamente deplorable. El PP tiene todo el derecho del mundo a ejercer la oposición y a hacerlo con dureza. Es incluso su obligación. Y puede hacerlo como considere oportuno, o como se lo permitan las habilidades de sus protagonistas: con mayor o menor elegancia, con inteligencia o con ignorancia, hasta con razón o sin ella. Pero si existe un límite, debería ser precisamente el que ayer se traspasó: no es soportable confrontar al Gobierno de la nación con las declaraciones, sin comprobación ni contraste alguno, de un presunto homicida de 191 personas. Ha sido un gesto tan inútil, tan desagradable y grosero que sería razonable que perjudicara a quien lo protagonizó.
El Partido Popular, el gran partido de la derecha española, está lanzado en estos momentos a una operación incomprensible: para intentar defender, o al menos suavizar, los errores que sabe que cometió el 11-M y que necesita, comprensiblemente, minimizar, no puede exigir a todo este país, ni tan siquiera a sus propios seguidores, que sospechen de las fuerzas de seguridad y que conjeturen con la posibilidad de que la Guardia Civil haya estado implicada en una conspiración con fanáticos islamistas. Simplemente, no es posible.
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