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Columna
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Londres en Kabul

Poco edificante para el respeto hacia el sistema democrático efectivo, honesto y funcional -llamémoslo occidental o, sin ir más lejos, británico- resulta asistir a actuaciones políticas como la del muy honorable canciller del Tesoro de su Majestad británica, Gordon Brown. Es posible que para muchos, Tony Blair, ese aliado superviviente del presidente norteamericano George W. Bush, aún primer ministro, merezca muchos desprecios y maldiciones por no haber sido en ningún momento un presidente Chirac aislado por la niebla o no haber dimitido y haberse ido con Gerhard Schröder a bombear y cobrar petróleo de Vladímir Putin. Pero las miserias políticas de Londres de estos días, en tan mal aniversario, pueden quizá revolver los estómagos de militantes laboristas y desde luego de los electores más de lo esperado. No como para generar simpatía hacia Blair, quizá. Pero sí para enterrar las existentes hacia Brown. Quizá entonces se genere un mínimo equilibrio no ya de justicia sino de raciocinio. Pierdan ambos o todos, si hay cambio de guardia en Downing Street. Triste en todo caso que gane el afán de los que huyen siempre hacia el calor.

La supuesta mano derecha del primer ministro Tony Blair -con diestras así nos sobra el "Brutus" del pobre César- parece haber hecho cursos de dignidad política en España. Está por tanto convencido de que acuchillar al agonizante le da prestigio y predicamento y que ladrar en la dirección del viento es escuchar los susurros de la historia. Resulta que los chicos dimisionarios indignados por la trayectoria del primer ministro de las Azores van a merendar a casa de Brown a regalarle juguetes al nieto del gran hombre a punto de quedar en nada.

Sería esto una triste y vulgar trapisonda política si no diera la maldita casualidad de que su intensidad coincide con el quinto aniversario del 11 de septiembre, ayer, y una escalada brutal de los combates y las bajas en combate de la guerra en Afganistán. Lo terrible es que allí todos estos muertos están de más como los que habrán de venir porque se había ganado la guerra. Con algo de coraje y dinero, lo segundo más barato, podría haberse afianzado la paz. Pero ¡ay! Caros son la mezquindad y el miedo. Hoy ya estamos en una guerra abierta en Afganistán y con un enemigo que por primera vez cree poder ganarnos y tan crecido como aquellos grupos menos compactos que en Irak por ejemplo se han beneficiado ven de toda fisura de un frente occidental. Nos lo quieren ocultar incluso en Reino Unido, donde todavía hay memoria de que hay momentos en los que para merecer una vida digna de ser vivida se hace inevitable la pura guerra y pagarla en lo que cuesta. Los precios sólo suben. Aquí aún no se entiende que se pueden ganar guerras desde la razón y la decencia.

Los afganos han tenido tiempo de reflexionar sobre las conclusiones a extraer de las cuitas de Blair y de Bush. Ellos dos pueden ser responsables de muchos errores de lo acontecido en los últimos cinco años. Pero nadie dé la vuelta a la historia y los culpe de lo sucedido hace un lustro. El modesto productor de adormidera -digamos tres cuatros de hectárea- de excelente esencia de opio en el norte de Afganistán habría sido convencido con algo de dinero y de coacción armada, a no añorar explotaciones mixtas con los talibanes. Cada vez son más numerosas y lógicas las mutaciones de lealtades y el pánico que se apodera de unos afganos leales al presidente Karzai que -como tantos iraquíes- sólo están esperando el momento en el que se les traicione y se les deje en manos de quienes con el fanatismo de la religión, la brutalidad del vencedor se abalance contra nuestros aliados. Salvar la situación hoy es más caro porque es más tarde. La OTAN está en guerra, no en misión de paz, en Afganistán. Está sumida en una guerra que puede ser la primera que libre abiertamente y pierda cuando la tenía prácticamente ganada. A las guerras sólo se puede ir con voluntad de ganarlas. Y peor que la indecisión en el frente es la deslealtad en la retaguardia. Puede adquirir mil formas.

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