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Reportaje:

"¿Y mi padre, cuál es?"

Descendientes de desaparecidos durante la Guerra Civil buscan a sus familiares entre los 51 esqueletos hallados en una fosa en Lerma

Natalia Junquera

Rufina Antón escruta los 15 esqueletos que yacen al aire 70 años después de haber sido enterrados en la fosa de La Andaya (Lerma, Burgos). "¿Y mi padre, cuál es?". En la zanja, una especie de lunar de arena en medio de 120 hectáreas de campo de cereal, hay una decena de coches aparcados de los que se han bajado hombres y mujeres con una pregunta similar.

Hay que esperar por lo menos medio año a que el trabajo en el laboratorio ponga nombre a los huesos -a los 15 últimos esqueletos destapados y a los 41 que ya se han llevado del lugar los antropólogos-, pero muchos creen no necesitar el informe forense, del mismo modo que no necesitaban que se levantara la tierra para saber que allí había una fosa común de la Guerra Civil. "Siempre que pasábamos por delante, mi padre decía: Ahí está tu abuelo", recuerda Asunción Sinovas, de Villafruela.

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"Vienen con una ilusión enorme, convencidos de que alguno es el suyo. A veces parece que eligen esqueleto: 'ese es mi padre porque era muy chiquitín' o 'ese otro es mi abuelo que era muy alto'... pero son ellos los que nos dan las pistas, los que nos traen hasta aquí", explica José María Rojas, un vecino de Aranda de Duero que trabaja en una droguería y que en su tiempo libre se dedica a llamar a todas las puertas, pueblo por pueblo, para preguntar quién falta y dónde creen que está.

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"Le denunció un familiar. Vinieron a buscarle la noche del 25 de agosto de 1936. Mi padre era carpintero, muy trabajador, republicano. Yo misma tuve que darle clase a los hijos de los matarifes y a sus nietos", resume Rufina, después de que Francisco Etxeberria, el forense que dirige el trabajo en la fosa, le explique la fase de laboratorio que queda pendiente. "No vamos a poder exhumar todas las fosas, ni identificarles a todos, pero todos corrieron la misma suerte. Un señor me dijo un día en otra fosa: 'Mi padre son todos ellos'. Y es verdad. Hacemos este trabajo con la metodología arqueológica, pero con una dimensión humanitaria que es lo que atrapa a los voluntarios", explica Etxeberria.

Comen y duermen en casas de familiares de vecinos de pueblos cercanos que creen que tienen familiares enterrados allí. Muchos voluntarios ingresaron en el equipo de Etxeberria después de que localizase los restos de algún familiar, y se han hecho fijos. "Donde va, Paco me llama. Yo ayudo en lo que puedo. A los míos, también me los sacó Paco", comenta Gonzalo Martínez, un agricultor de 48 años que lleva cuatro buscando a los familiares de otros.

El trabajo está dividido, pero unido. Unos hurgan en la tierra y otros en la memoria. A veces, simultáneamente. Los testimonios de todas las personas que se acercan a preguntar cuál de aquellos esqueletos puede ser su familiar, se graban en vídeo al lado de la zanja. Se pide silencio y alguien relata en voz alta, a veces por primera vez, el último día que vio a su padre, a su abuelo... A un par de metros, los arqueólogos, arrodillados en la tierra, escuchan la historia de aquellos huesos.

"Se nota mucho la diferencia entre los que lo han hablado en su casa y los que no. Para muchos, después de tanto tiempo callados, es un alivio, y otros tienen una reacción emocional muy fuerte", comenta Alicia Domínguez, una psicóloga que ha venido voluntaria para "acompañar" a los familiares y "ajustar las expectativas".

"El otro día, Alicia me llevó a la fosa, la rodeamos y de repente dijo: 'Mira Ampelio, un reloj'. Cuando se llevaron a mi padre, llevaba uno de esfera luminosa y el que ha aparecido es igual. Cuando lo cogí en la mano, me emocioné muchísimo porque creo que es el de mi padre. Estaba parado a las nueve menos cuarto, pero sabe dios cuando dejó de funcionar", relata Ampelio Antón, de 74 años, que se llama igual que su padre, al que lleva buscando toda la vida, como Rufina.

Ambos hermanos conservan una foto hecha un año y medio después de perder a su padre en la que aparecen de luto riguroso. "Un día, mi madre compró una tela que tenía unos pequeños topos blancos y los fue tiñendo uno por uno. Pasamos mucho tiempo de luto", afirma Rufina. "Queríamos enviarle la foto a mi tío para decirle que estábamos bien y mira lo que salió: tres críos tristes vestidos de luto de la cabeza a los pies. Cuando te pasa algo así, te marca toda la vida, te expresas distinto, eres más vehemente. Tengo la foto bien a la vista para mantener fresca la memoria; cuando haya un reconocimiento, una dignificación, la volveré a guardar en el álbum", añade Ampelio.

Tenía cuatro años cuando se llevaron a su padre, pero lo recuerda "perfectamente": "Vino a despedirse a nuestra habitación. Mi madre lloraba. La gente estaba tomando el fresco en la calle porque era verano y hacía calor. Todas las puertas de las casas estaban abiertas. Al día siguiente, nos despertamos muy tristes, porque todos sabíamos que no le volveríamos a ver", explica Ampelio.

Su madre tuvo que simular un secuestro "por un par de individuos de mala catadura" para que la reconocieran como viuda y pudiera optar a alguna ayuda económica. Un par de amigos actuaron de falsos testigos. "Los asesinos seguían en el pueblo y se cruzaban con las familias de sus víctimas. Algunos les paraban y les decían: '¿Sabes dónde está mi hijo? Desde que te lo llevaste no lo he vuelto a ver'...", recuerda Ampelio.

La zona donde se graban los testimonios es una tertulia al aire libre en la que se recuerdan tragedias, como la historia de Ampelio y Rufina, pero con la serenidad que imprime el tiempo y la reconfortante presencia de 15 esqueletos que puedan ser el alivio definitivo. "Hace dos veranos organizamos una reunión en el ayuntamiento para proponer la exhumación de la fosa. Vino mucha gente y se notaba la emoción, las ganas de hablar", recuerda María Paz González, ex concejal socialista en Villafruela, un pueblo que busca a 10 vecinos en esta fosa. "Se denunciaban unos a otros, por envidias. Yo hago esto por honrar a mi abuelo, por tranquilizar a mis padres y para pasar página. No hacerlo sería como echarle más tierra encima", comenta Mariví Ramos.

Entre los tertulianos y los antropólogos, merodea Toru Arakaguaw, un japonés de 68 años que se ha venido desde una pequeña aldea nipona a La Andaya, después de haber leído en inglés "unos 40 libros sobre la Guerra Civil española". Chapurrea algo de castellano -dice que lo aprende por la radio- y se entiende bien con los familiares. "Ahora entiendo perfectamente lo que he leído, el sufrimiento de esta gente. Cuando vuelva a Japón quiero dar conferencias sobre la Guerra Civil. Me jubilé hace ocho años y tengo mucho tiempo libre", bromea.

A 10 metros de la fosa ha aparecido otra con alrededor de 40 esqueletos más. Etxeberria calcula que en aquel lunar arenoso de La Andaya hay cerca de 100 fusilados. Van a abrirla el año que viene y Toru ha prometido estar aquí para entonces.

Un equipo de antropólogos y arqueólogos limpia los esqueletos de la fosa de La Andaya (Lerma) antes de trasladarlos al laboratorio.
Un equipo de antropólogos y arqueólogos limpia los esqueletos de la fosa de La Andaya (Lerma) antes de trasladarlos al laboratorio.MABEL GARCÍA
Rufina, en el centro, y Ampelio Antón, a la derecha, retratados de luto año y medio después de que se llevaran a su padre.
Rufina, en el centro, y Ampelio Antón, a la derecha, retratados de luto año y medio después de que se llevaran a su padre.

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Sobre la firma

Natalia Junquera
Reportera de la sección de España desde 2006. Además de reportajes, realiza entrevistas y comenta las redes sociales en Anatomía de Twitter. Especialista en memoria histórica, ha escrito los libros 'Valientes' y 'Vidas Robadas', y la novela 'Recuérdame por qué te quiero'. También es coautora del libro 'Chapapote' sobre el hundimiento del Prestige.

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