Imputación del fiscal general, un auto vacío de justificación
Perfecto Andrés Ibañez, magistrado emérito del Tribunal Supremo, cuestiona la causa abierta contra Álvaro García Ortiz: “no hay modo de ver materia incriminable”
Como se sabe, todo arrancó el 24 de marzo último a raíz de algunas querellas. Motivo: la denuncia como delito de la publicación por la Fiscalía General del Estado de la nota aclarando los verdaderos términos de una intervención del ministerio público, para desmontar un insidioso bulo vertido en la opinión sobre el modo de actuar de Alberto González Amador en relación con la Fiscalía. Al fin, el auto de la Sala Segunda de 15 de octubre resolvería —algo obvio, desde el comienzo, para una persona de buen sentido medianamente informada— que esa actuación del fiscal general del Estado, no solo carecía de relevancia penal, sino que era incluso estatutariamente debida.
Ahora bien, en esa misma resolución, la Sala Segunda entendió que la difusión (por autor desconocido) del correo del abogado del aludido dirigido al fiscal de Delitos Económicos con una propuesta de conformidad —correo que estuvo al alcance de un cierto número de personas—, podría haber corrido a cargo del fiscal general del Estado y de la fiscal jefe de Madrid, por ello posibles autores de un delito de revelación de secretos. Y esto, porque “al menos indiciariamente, en este supuesto, sí existe una carga de lesividad que afecta al posible perjuicio al derecho (sic) de defensa [de aquel]”. Con también posible “repercusión en el derecho a la presunción de inocencia” del mismo.
Es todo lo que hay. En efecto, porque en esa resolución no figura nada que pudiera servir de soporte argumental a tales afirmaciones meramente conjeturales que, al transmutarse en presupuesto de una gravísima imputación, se quedan en puras peticiones de principio. En efecto, ya que, en el auto de referencia, del dato de que el mensaje del defensor de González Amador ofreciendo la conformidad entró en el ámbito de la Fiscalía —resultando accesible a un número relativamente indeterminado de personas— se salta a encausar al fiscal general del Estado y a la fiscal jefe de Madrid. Todo con el citado argumento de que “indiciariamente…”.
Pero ocurre que, por un lado, el tribunal no explica por qué nombrar el adverbio de modo “indiciariamente” tendría que equivaler a la —procesalmente inexcusable— identificación de algún indicio. Y, por otro, ocurre que se da por supuesto algo de lo que habría que ofrecer al menos alguna pista. Me refiero al modo en que podría lesionar el derecho a la presunción de inocencia de un sujeto la publicidad del dato de que él mismo la hubiera “puesto en solfa” confesándose, a través de su letrado, autor de algún delito. Y, precisamente, ante la autoridad encargada de iniciar su persecución. En consecuencia, no puede ser más claro: el auto de que se trata está aquejado de un patente vacío de justificación.
Esto, cuando sucede que, como muy bien ha escrito Francesco Lacoviello: “sin motivación no hay jurisdicción”. Que equivale a decir que, en casos así, habrá otra cosa. Es conocido que esa precaria resolución dio paso a la decisión del instructor de allanar de inmediato los despachos del fiscal general del Estado y de la fiscal jefe de la Fiscalía de Madrid, con lo que supone de entrada en el conocimiento de todas sus comunicaciones (públicas y particulares) producidas a través de los distintos medios de uso habitual (ordenador, teléfono celular, tableta…); e incluso del contenido de sus papeles y los de las instituciones afectadas (!).
Pues bien, tan cuestionable modo de proceder ha servido para perpetrar una de las intervenciones judiciales de mayor trascendencia negativa de las que se tiene noticia. Con el resultado de la invasión de una institución central del Estado por el mismo procedimiento seguido en el caso de las organizaciones criminales. Y todo sin que, por lo resuelto, resulte posible saber: a) qué hay de secreto (en rigor técnico-jurídico) en el correo de marras; b) en qué podría consistir el supuesto perjuicio para el derecho de defensa y la presunción de inocencia del denunciado confeso, (todo parece indicar que, además) implicado de algún modo en la distorsión informativa del verdadero sentido de su relación con la Fiscalía; c) por qué habría de ser penalmente típica la divulgación de algunos datos sin particular relevancia objetiva, con un ya impreciso grado de difusión, destinados, en cualquier caso, a ser públicos de inmediato; d) por qué, precisamente, la imputación del fiscal general del Estado y de la fiscal jefe de Madrid, cuando tales datos podrían obrar en conocimiento y haber sido difundidos por una pluralidad de personas; y e) en virtud de qué juicio razonado de proporcionalidad se ha decidido que, circunstancias tan fútiles e imprecisas como las que han dado lugar a esta causa, podrían justificar la brutal injerencia en los asuntos públicos y privados del fiscal general del Estado y de la fiscal jefe de Madrid.
Este espinoso asunto tiene, a mi juicio, otros dos perfiles problemáticos. El primero es que, a través del allanamiento de los dos despachos oficiales, la Sala Segunda podría tomar conocimiento del enorme acervo documental, extraordinariamente sensible, de una relevante institución estatal que es parte procesal de todas las causas seguidas en los tribunales españoles, incluido el Supremo (…) Es claro que esta vertiente del asunto no se ha tenido en consideración, al obrar con el automatismo y la patente falta de finezza que consta en materia de proporcionalidad. Esto es, en la valoración de los posibles efectos de la injerencia producida, de corte realmente expedicionario.
(…) Lo cierto es que en el auto, contradiciéndose abiertamente, elude el imprescindible juicio de proporcionalidad, para operar en exclusiva con el de gravedad del delito (“menos grave”, por cierto) como único criterio. (…) El precario razonamiento del instructor cifra su juicio de proporcionalidad en la afirmación de que, para tomar conocimiento del contenido de las comunicaciones del fiscal general del Estado, había que allanar su oficina, pero elude acreditar la necesidad de esta medida, en vista de una ponderada evaluación de los derechos e intereses en juego, que habría sido lo procedente. Así, se desatendió un insoslayable imperativo legal. Pero, asimismo, el que resulta de bien conocida jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos con reflejo en la de la propia Sala Segunda que, en supuestos de previsible menor afectación a derechos, como es el caso del registro de los despachos de abogados, exige una motivación reforzada. Exigencia aquí sorprendentemente desatendida, porque la resolución del instructor se resuelve en el rutinario desarrollo de un razonamiento estandarizado, puramente burocrático, como tal ajeno a las particularísimas características del supuesto concreto, al que no existe más referencia que la contenida en el sintagma “la presunta revelación de secretos”. Con lo que ocurre que la inexpresividad del auto impide formar criterio suficientemente informado de los presupuestos de la gravísima decisión con la que concluye.
(…) Resumiendo: todo lo que de relevante en materia de hechos merece ser objeto de consideración en esta causa es que —quizá— desde una sede del ministerio público, por alguien que se desconoce (de un número relativamente indeterminado de personas), podría haberse divulgado la noticia de que González Amador se había dirigido al fiscal confesándose autor de dos delitos, expresando su disposición a suscribir un acuerdo sobre la pena. Esto último es algo que, “en lenguaje común”, equivale a la consciente autoatribución de la condición de delincuente, “confeso, pero no convicto en el sentido jurídico” (Álex Grijelmo, Delincuente confeso, EL PAÍS, 2 de noviembre de 2024). Siendo así, y puesto que el destinatario de la confesión era, precisamente, el órgano encargado de la persecución de esos delitos, es claro que la presunción de inocencia del concernido, con el solo reconocimiento de su culpabilidad, había sufrido ya casi todo lo que podría sufrir. Además, de él puede decirse que también había renunciado prácticamente a su derecho a defenderse contradictoriamente en un juicio, por entender, es obvio, que no tenía defensa.
(…) Filtraciones de verdadero calado constelan la experiencia, incluso de las más altas instancias jurisdiccionales de este país, afrontadas con poco más [y no siempre] que la solicitud de alguna información. ¿Serán estos otros tiempos?
En la actuación de los altos cargos del ministerio público que están siendo objeto de encarnizada persecución no hay modo de ver materia incriminable. Por eso, no debe extrañar que las resoluciones que han sido objeto de examen estén aquejadas de notable debilidad estructural, que se concreta en la vaguedad e indeterminación de los presupuestos fácticos y en la endeblez de los razonamientos jurídicos de sustento. Y es que nada más difícil de justificar que lo que carece de justificación. Por eso, no me parece aventurado afirmar que las resoluciones de referencia están destinadas a pasar a los mismos anales de cierta jurisprudencia imaginativa, de los que ya forma parte el auto de la Sala Segunda de 1 de julio de 2024 sobre la ley de amnistía.
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