Una ciudad de mendigos
La población de la capital afgana sigue atrapada en la pobreza pese a la ayuda internacional
El tráfico endemoniado y los numerosos edificios en construcción son los signos más visibles del Kabul postalibán. El problema es que esa bonanza económica que ha llenado las calles de coches y de grúas no se ha extendido por igual a todo el país. Incluso en la capital llama la atención el alarmante número de mendigos, sobre todo mujeres con niños, que se plantan en medio de la calzada tratando de conmover a los conductores.
A pesar del crecimiento espectacular de los últimos cinco años (por encima del 10% anual), Afganistán continúa siendo uno de los países más pobres del mundo. Incluso cuando se logran éxitos reconocidos (el regreso de 4,5 millones de refugiados o la escolarización de cinco millones de niños y niñas) es como echar cubos de agua en un pozo profundo. Apenas se nota la diferencia. Ni siquiera en Kabul, que ha sido la ciudad que más se ha beneficiado de la ayuda humanitaria y la relativa estabilidad.
Aun hoy, cuando va a cumplirse un lustro de la intervención internacional que desalojó a los talibanes del poder, el 60% de la población carece de electricidad y el 80% no tiene acceso a agua potable. Y lo que es más grave, pocos tienen trabajo. Salvo quienes aprendieron a hablar inglés o manejar un ordenador en los campamentos de refugiados, la mayoría de los afganos carecen de la formación para aprovechar las oportunidades de una economía de mercado.
A la vez desaparecen las fuentes de ingresos tradicionales. Se intenta erradicar el cultivo del opio (del que Afganistán es el mayor productor del mundo), pero la sequía imposibilita los cultivos alternativos y no se han logrado ofrecer otras fuentes de ingresos viables. El tráfico de esa droga, del que según los analistas procede la mitad del PIB, es en parte responsable del boom constructor que vive la capital y de que el país esté entre los más corruptos del mundo. Además, está financiando las armas y los combatientes talibanes.
Es esa situación la que constituye el caldo de cultivo en el que vuelve a crecer la milicia. Las expectativas frustradas o la sensación de que la comunidad no ha cumplido sus promesas les permiten explotar la creciente desigualdad en su beneficio. Mientras, las víctimas colaterales de la lucha contra esa milicia sólo refuerzan su mensaje de que los occidentales cristianos están en lucha contra el islam.
Hamid Karzai, el elegante presidente que se ha ganado las simpatías occidentales, está siendo la primera víctima de esa situación. Después de haber sido reelegido con casi dos tercios de los votos en 2004, la inestabilidad y las promesas incumplidas han disminuido mucho su apoyo.
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